Si Ex Tenebra de Rivera Guadarrama fuera un paisaje, sería el de una ciudad en ruinas y humeante, donde antes hubo risas y sueños, pero ahora sus templos, monumentos y edificios están rotos, quebrados por la irrupción inmisericorde de la realidad. La maleza ha resurgido de entre los escombros, devolviéndole la vida a esas piedras cimbradas por el dolor; el dolor de la inocencia perdida, que habitará su ser como una música de fondo que no termina nunca. (Pájaro con el cuello roto dentro de un jarrón de porcelana). Esas ruinas ofrecen ahora pequeños nichos de verdad, atmósferas sencillas donde la luz se hermana con el agua para revelar el espíritu. La luz mortecina de la primera parte testimonia una vivencia solitaria, noctámbula, salpicada por la frivolidad evanescente del cabaret, el bar, el club nocturno, la compra-venta sexual que se agota en el vacío. El tono de desesperanza y sinsentido es resultado natural de la ecuación. El espíritu poético se regodea ante la nostalgia de la posibilidad. Diríase que, en un chispazo de ilusión, construye una poética de la melancolía, ese delicioso placer de estar triste. Sin embargo, en este tránsito a la luz que nace en la tiniebla la voluntad de ser apuesta a la vida, reafirma su pulsión erótica, como lo hace en Elijo ser I y II. Es en el poema Mosca, quizás, donde construye el símbolo que mejor representa su angustia terminal, punto final de una prematura autobiografía. O acaso, sea en Agua, donde se reconcilie con la naturaleza de su condición, y asuma que no le queda más que ser lo que se es. Desde el constructo de ese yo, se inserta en la estirpe suicida de quien se abisma en su pasión, como el arponero Achab, imagen que explora en De marineros, y hace de una línea en Mortis, un epitafio de sabiduría que ha habrá de honrar en vida: “quiero ser mirra en un rostro de jade”.