El mundo de Arreola es como un bosque encantado, poblado de frondosos árboles cuyas copas tocan el cielo del pensamiento: son las obras de Juan Ramón Jiménez, Quevedo, Tablada, León Felipe, que crecieron junto al fresno de su casa en Zapotlán; las plantas que dieron frutos en sus memoriosos encuentros con Borges y le perfumaron la vida con las flores del mal que descubrió en Baudelaire. El universo de Arreola está hecho con el cine de Marcel Carné, las actuaciones de Louis Jouvet y la hermosura de Michéle Morgan; un terreno de celuloide y fantasía donde se habla con la lengua de Rubén Darío y se ama con la pasión de Manuel José Othón; un cosmos personal bajo la advocación de la Virgen de Guadalupe, todo color y trazo fulgurante, pintura de Remedios Varo. Por ahí transitaron figuras como Pablo Neruda, a quien Arreola conoció en texto, emoción y persona, y mujeres como Alma Mahler, Georgette Le Blanc, Eleonora Duce y Sor Juana Inés de la Cruz. Todo pasó por su mundo de prodigiosa memoria, profunda sensibilidad y extraordinaria calidad de artista, maestro y ser humano; todo está aquí, tibio y vibrante todavía.