Me entrego a la desesperación cuando llega la quincena; ya que tengo en las manos el sobre marrón de papel grueso conteniendo mi pago, me convierto en un idiota. Saco los billetes, los cuento y regresándolos nerviosamente al sobre, guardo todo en el cajón del escritorio. Quisiera convertirme en ese momento en el hombre invisible y que ninguno de mis acreedores me encontrara; pero, cuando ha pasado el alboroto del pagador, llega Julio con su sonrisa maliciosa y me cobra.
Espero que Jorge me olvide, pienso, y atraído por mi mente se concretiza frente a mí y tengo que pagarle. Cuando por fin son las tres y media de la tarde y esquilmado salgo a la calle, me choca esa gente ferozmente dichosa por el día de pago; yo siento una piedra pesada en el pecho, haber cobrado no me hace de ningún modo feliz.
Ya en Letrán, en aquella feria persa que es todo el día esa calle, camino temeroso, las tentaciones están en cualquier esquina. Pero entretenido con el que ofrece las ratas para asustar a la suegra, casi no me entero que el vendedor de agujas para zurcidos invisibles, me remienda. Por fin llego al muelle, yo le llamo el muelle, es mi manera personal de nombrar esa esquina que forman Donceles y San Juan de Letrán. Aquí se puede tomar cualquier embarcación, desde una sencilla chalupa, hasta un buen buque. Llego pues al muelle y aprieto en la bolsa de la chamarra el dinero que ha quedado, que he logrado salvar.