Introducción. De las funciones de los discursos
Pesquemos al género literario por sus funciones. No es ésta, obviamente, la única vía de aproximación al tema, pero promete ser productiva.
El hecho de que el género sea un recurso tan generalizado en las literaturas de todos los tiempos nos impulsa a encontrar su razón de ser en las profundidades mismas de las formas de expresión humana, y éstas nos conducen, a su vez, a reflexionar sobre la especie humana que, mucho antes de su conformación filogenética, ya tenía la naturaleza de un animal gregario. O sea que nuestros antepasados homínidos nos abrieron el camino a la existencia gracias a que vivían en comunidad, y con ello marcaron nuestro destino. Por esta razón, paradójicamente, nuestra naturaleza estriba en nuestra inherente calidad social, de donde sociedad y naturaleza pierden su lógica de categorías opuestas: somos naturales porque somos sociales. Más allá de esta afirmación, nuestra naturaleza social quedó determinada en su origen por la progresiva complejidad de nuestras formas de comunicarnos y todo el desarrollo biológico de la especie ha dependido de tal progresión.
La diferencia específica que nos atribuimos frente a otros seres gregarios de nuestro planeta es la construcción social de un complejísimo medio de expresión. No puede negarse que haya otras especies que se comuniquen mediante un lenguaje propio, pero el lenguaje humano, dadas su elaboración y su eficacia, ha transformado lo cuantitativo en cualitativo y se distingue, por ello, de cualquier recurso natural-social de otras especies. Puede afirmarse así que en buena parte somos el resultado de nuestra propia obra; que en buena parte el hombre ha labrado su actual condición socionatural al labrar su palabra. Entre la complejidad del lenguaje, la complejidad del pensamiento y la complejidad social hay una correlación causal creciente. Ya Vygotsky nos advierte que “la función primaria del lenguaje es la comunicación, el intercambio social”[1] y que las estructuras del lenguaje “se convierten en las estructuras básicas del pensamiento”.[2]
Sin embargo, nuestra capacidad de comunicación por medio de la palabra –o de cualquier otro medio de expresión– tiene sus límites. Por complejo que sea el lenguaje, jamás un individuo podrá alcanzar la totalidad de captación de lo que un semejante pretende transferirle. La intersubjetividad, condición para la construcción de nuestra cosmovisión, se funda en afinidades graduales, no en igualdades. La presión creciente de la relación pensamiento-lenguaje-sociedad nos impulsa hacia la utópica meta de la comprensión total, y esta meta inalcanzable nos lleva obsesivamente a la búsqueda de un perfeccionamiento constante, imaginativo, para aumentar el poder de la transmisión de los mensajes.
La eficacia comunicativa del discurso va mucho más allá de la concreción del contenido. La naturaleza social del lenguaje hace que cualquier forma de expresión sea concebida en la profundidad psíquica del emisor como una relación dialógica, de tal manera que la palabra emitida supondrá un receptor real o virtual. Suponemos que el receptor, aún el inexistente, forma parte de un diálogo que es siempre de carácter lúdico. El juego se produce al pretender vencer la resistencia del codialogante. Es necesario convencer, informar, conmover, prescribir, atemorizar, inducir, en suma, derribar las barreras que el receptor pueda levantar frente al impacto de la palabra. Se atacará la frialdad de la razón con el toque emotivo del discurso; se debilitará el letargo del sentimiento con la lógica del argumento. El discurso debe cargarse de los valores estéticos, ideológicos, dramáticos, de legitimidad, de oportunidad contextual o de cualquier otra naturaleza para alcanzar sus fines. El discurso, en suma, se produce con una perspectiva estratégica, se carga de recursos para aumentar su eficacia.
Las prácticas eficaces tienden a convertirse en pautas sociales, y éstas generan entendimientos tácitos o expresos. Podemos considerar que las pautas son convenciones; para ello debemos entender por convenciones todos los entendimientos o percepciones, normas o prácticas, admitidas expresa o tácitamente, consciente o inconscientemente, que corresponden a una costumbre socializada.
Los géneros literarios forman parte de las convenciones sociales y una de sus principales funciones es producir en el receptor un estado mental que se considera óptimo para captar el mensaje. En otras palabras, el género comprende una estrategia social del emisor para establecer una sintonía con un receptor, sea éste singular o plural, cierto o contingente, existente o imaginario. Entre emisores y receptores no se requieren conciertos o conformidades expresos. Estas convenciones forman parte de la cultura en la que inconscientemente están sumergidos los participantes en el proceso de comunicación. La estrategia del emisor tiene como propósito provocar un estado receptivo a lo largo de todo su discurso: al inicio, para llamar certeramente la atención del receptor, anticipándole tácitamente el tipo de su mensaje; después, para mantenerlo en las condiciones receptivas idóneas, y al final para motivar la conciencia del cierre discursivo y para garantizar la permanencia del mensaje.
A lo largo de la historia, las tradiciones culturales van integrando tipos de discursos literarios, organizando sus elementos en estructuras y tomando en cuenta la intencionalidad de sintonización de los mensajes. Los criterios tipológicos son múltiples y disímbolos. Así, si el principal criterio parte de la intención de informar al receptor acontecimientos reales o ficticios, y si la narración acentúa las hazañas de los personajes, se podrá integrar el tipo de las leyendas heroicas. Otro tipo incluirá los discursos con los que se pretende provocar en el receptor particulares emociones; otro, si el criterio de mayor peso es el medio utilizado para la transmisión, como pueden serlo el dramático o el epistolar; otro, si la base clasificatoria es el carácter de los personajes –humanos o divinos– a los que el texto se refiere; otro tomará en cuenta la forma de expresión; otro tendrá muy en cuenta las dimensiones del texto; otro, la intencionalidad pedagógica, etc. Pese a su caótica heterogeneidad de criterios tipológicos, esta tipología se funda en el propósito de sintonía y tiene como fin la búsqueda y el uso de los medios que van demostrando su eficacia social. Cada tipo de discurso se va arropando con una estrategia compleja que lo hace incidir de manera más apropiada en la mente de los receptores; esto es, que permiten que el mensaje cumpla de manera más plena la intencionalidad del emisor. Como el resto de los componentes de una tradición cultural, los tipos de discurso literario se van transformando, surgiendo o desapareciendo en el curso de la historia.
Los elementos de la estrategia se van acumulando y perfeccionando a lo largo de la experiencia social y llegan a ser mecanismos extremadamente complejos. Los recursos de los que se echa mano son extremadamente variados: fónicos, gramaticales, sintácticos, semánticos, formales, contextuales, situacionales, etc.
El tipo de discurso literario y su estrategia particular integran el género literario. Como la mayoría de las convenciones sociales, los géneros literarios son productos de la praxis social prolongada; surgen de creadores anónimos, diseminados y multitudinarios. No requieren de conciencias creativas; no tienen necesidad de distinciones taxonómicas. Algunas veces estas distinciones existen claramente, y en algunas culturas se descubren, se delimitan y se nombran; pero ni el descubrimiento ni la identificación ni la denominación son condiciones para su existencia. Algunas veces, al descubrirse, se analizan, destacándose algunos de sus elementos fundamentales; pero esto tampoco es necesario. Algunas veces se restringe prescriptivamente el número de los géneros, se desdoblan en jerarquías, se reglamentan, se sujetan a camisas de fuerza normativas, se permiten o se proscriben, se consagran o se satanizan; pero los géneros se forman más allá de estas contingencias.
Mesoamérica en la variedad de las culturas
De lo anterior puede deducirse que los géneros literarios varían considerablemente no sólo en el decurso histórico, sino también en la multiplicidad de las tradiciones culturales a las que pertenecen. Es imposible reducir sus características, sus denominaciones, su grado de permanencia o sus niveles de eficacia a un canon universalista. Esto debe entenderse, como es natural, sin desconocer las similitudes. Las comparaciones de las creaciones literarias en el mundo demuestran abundantes semejanzas, producidas algunas por los paralelismos, otras por los préstamos que trasladan géneros de unas culturas a otras.
Cada cultura va construyendo o adaptando sus convenciones, y la vida de cada convención en su nicho cultural sufre sus propias contingencias frente a los embates de la historia: las habrá firmes y duraderas, incluso milenarias; las habrá breves, meras modas que rigen pautas y entendimientos que no calarán hondo en las prácticas literarias. En el caso particular de nuestro estudio y adelantando las conclusiones, puede afirmarse que muchas de las características del género mítico mesoamericano pertenecen en términos braudelianos a la muy larga duración.
Dando un brusco giro al tema de los géneros, debo referirme a la particularidad de la producción mítica. Pese a la gran semejanza que pueda producirse entre las creencias y narraciones nacidas en las muy variadas tradiciones culturales, no es posible acuñar un concepto universal suficientemente preciso del mito y, por ende, cualquier intento de generalización definitoria sería inexacto. Las peculiaridades, tanto de creencias como de géneros en cada tradición, obligan a la referencia en especificidad de lo mesoamericano.
Como primer paso, debe distinguirse entre Mesoamérica y la tradición mesoamericana. A partir del trabajo definitorio y denominativo de Paul Kirchhoff en 1943, Mesoamérica se ha considerado un área cultural, que este investigador precisó como:
región cuyos habitantes, tanto los emigrantes muy antiguos como los relativamente recientes, se vieron unidos por una historia común que los enfrentó, como un conjunto, a otras tribus del continente, quedando sus movimientos migratorios confinados, por regla general, dentro de sus límites geográficos, una vez entrados en la órbita de Mesoamérica. En algunos casos participaron en común en estas migraciones tribus de diferentes familias o grupos lingüísticos.[3]
Como entidad histórica, Mesoamérica se fue integrando desde hace 4,500 años a partir de la sedentarización de sociedades de recolectores-cazadores que habitaban el territorio desde tiempos muy antiguos. Estos hombres habían transformado su antigua vida nómada en una vida basada en la agricultura de temporal, gracias a una milenaria experiencia en el cultivo de las plantas. En efecto, milenios antes los nómadas habían dado un gran paso con la domesticación de un conjunto de importantes vegetales. Hace unos 7,000 años, el maíz se agregó en este proceso al guaje, al maguey, al nopal, a la calabaza, al chile, al frijol y a otros muchos vegetales que no sólo habían sido transformados genéticamente, sino que ya eran cultivados. El desarrollo paulatino y muy prolongado del cultivo fue generando entre los recolectores-cazadores una dependencia tal de sus sementeras, que con el paso de los milenios produjo la transformación económica característica de las sociedades sedentarias agrícolas. A su vez, el sedentarismo dio lugar al nacimiento de las aldeas, el desarrollo de las técnicas agrícolas abrió paso al urbanismo, y el impulso económico culminó en la formación de numerosos estados. El territorio de esta prolongada historia comprendió aproximadamente un área variable entre el Trópico de Cáncer y las coordenadas 9° 48’ N 84° 48’ O, o sea el área que actualmente pertenece a la mitad meridional de México y la parte oriental de Centroamérica. Los habitantes de este territorio pertenecieron a muy variadas familias lingüísticas, diversidad que fue en aumento con el arribo de nuevos migrantes. Estos últimos, como dijo Kirchhoff, quedaron confinados en el territorio, atrapados por el orden económico y político que habían desarrollado los ya viejos pobladores del área. Los antiguos y recientes actores de la historia mesoamericana ocuparon zonas geográficas de una enorme diversidad: de semidesiertos a selvas tropicales, de costas a altiplanos, de nudos montañosos a extensísimas planicies, circunstancia que, lejos de recluirlos en sus propios medios, propició la comunicación y el intercambio, haciéndolos partícipes de una historia común. A su vez, la historia milenaria común vivida por sociedades tan diferentes por origen, lenguas y habitáculo, dio lugar a una cultura –la llamada mesoamericana– que tiene como características ser común en sus fundamentos y muy diversa en sus expresiones, diversidad que corresponde a las regiones, a las tradiciones particulares y al tiempo. La historia de Mesoamérica como una secuencia cultural autónoma fue interrumpida violentamente por la invasión, la conquista y la colonización europeas en el siglo xvi.
La existencia de los pueblos indígenas fue violentamente transformada. El régimen colonial, que conllevó la evangelización forzada, trastocó las formas de vida y la cultura de los pueblos originarios. Sin embargo, la vieja tradición, arraigada en las generaciones sometidas, se mantuvo como componente fundamental en las nuevas construcciones culturales. Se produjo la difícil confluencia de dos corrientes culturales diferentes y el resultado no fue el simple sincretismo de los componentes, sino un nuevo producto, derivado de la condición colonial de los creadores.
A partir de las secuencias cultural e histórica en la que el componente mesoamericano es básico, puede hablarse de una tradición mesoamericana, constituida por la suma de la construcción milenaria de Mesoamérica y la experiencia colonial indígena que se prolonga hasta nuestros días. Es precisamente la tradición mesoamericana el escenario al que se refieren tanto la conceptuación del mito como la producción literaria que se abordan en este trabajo.
La cosmovisión y el mito mesoamericanos
En la antigüedad, el mito mesoamericano formó parte de una cosmovisión propia de comunidades agrícolas de fuerte cohesión interna que, incluso al ser pertenecientes a estados militaristas con un fuerte poder central, mantenían su autonomía como unidades de producción y conservaban fuertes lazos internos de parentesco, de administración y de culto religioso. Tras la conquista, y pese al dominio español y a los procesos de evangelización, defendieron estratégicamente, en lo posible, sus relaciones internas, crearon nuevas formas de autoridades propias y construyeron concepciones y prácticas coloniales en buena parte derivadas de la tradición indígena.
Una de las características básicas de la cosmovisión mesoamericana es la atribución de almas personales a todas las criaturas, tanto a los astros como a los elementos, a los vegetales como a los minerales, a los animales como al ser humano, incluso a los objetos artificiales. Esto implica que en buena parte se conciba el mundo como un escenario de interrelaciones sociales en las que participan también los dioses y los seres humanos muertos. Otra de las características fundamentales es la idea de que en este juego de interrelaciones todos los participantes poseen facultades y necesidades propias, lo que obliga a una coordinación de funciones que permite la continuidad del mundo. En otras palabras, la labor conjunta, cimentada en una fuerte reciprocidad, no sólo permite la satisfacción de las necesidades existenciales de los diversos actores, sino que se convierte en una obligación encaminada a la contribución de la permanencia de este ámbito espacio-temporal.
Estas concepciones generales corresponden a una visión compleja del cosmos. No es el mundo el único espacio-temporal. Más allá del hogar de todas las criaturas, el ecúmeno, hay otra dimensión que no sólo le es previa, sino que es la causa de su existencia, su permanente motor y el espacio-tiempo que continuará existiendo una vez que el mundo haya desaparecido. Es el anecúmeno, ámbito exclusivo de los dioses y de las fuerzas sobrenaturales. Ambas dimensiones están comunicadas por pasos muy restringidos que han sido llamados umbrales o portales. Por ellos fluyen en ambas direcciones los dioses y las fuerzas, muchas veces cíclicamente, para animar el mundo; por ellos pasan los muertos para coexistir con los dioses y, en sentido contrario, para auxiliar a los vivos o recibir de éstos las ofrendas; por ellos los seres humanos envían a los dioses los dones correspondientes al culto. El cruce de los umbrales hace que las fuerzas divinas del tiempo, que en el anecúmeno permanecen en un presente permanente, viajen al mundo en forma de ciclos que producen, acá, un presente en tránsito.
Todo lo anterior ha de ser explicado y expuesto por el mito. El contacto fundador entre el anecúmeno y el ecúmeno fue la creación del mundo, la línea liminar, prodigiosa, que los dioses instituyeron para un ensayo de existencia diferente. En el anecúmeno quedó –en permanencia– el tiempo-espacio del mito; el ecúmeno se formó entonces como su consecuencia. El prodigio motor inicial fue la acción de los primeros rayos del sol sobre toda la superficie de la tierra.
Los múltiples procesos de creación fueron complejos. Su fórmula puede obtenerse de los relatos que insistentemente remiten la explicación del presente mundano más allá del punto liminar, a su origen mítico. Básicamente puede decirse que los dioses proteicos, en vigorosa interacción, llegaron al punto propicio de generar, en su conjunto, la nueva realidad mundana por la intervención y bajo el dominio de uno de ellos, el que sería el gobernante del mundo. Los rayos del nuevo gobernante secaron y endurecieron la sustancia de los dioses, quienes dejaron de ser proteicos para adquirir las características definitivas de cada una de las criaturas. Quedaron encerrados en una cáscara dura, necesaria para existir en el mundo. Era una cáscara de sustancia dura, pero lábil al paso del tiempo y, por lo tanto, perecedera. Con ello los dioses se convirtieron en seres cíclicos, destinados a existir tanto en forma cubierta en el ecúmeno como descubierta, tras perder su cáscara, en el anecúmeno, en particular en la región de la muerte.
Varios mitos registrados entre los pueblos nahuas del Centro de México en los tiempos coloniales tempranos cubren esta fórmula con narraciones hazañosas de acontecimientos del allá–entonces. Puede hacerse de ellos una apretada síntesis. El padre y la madre de los dioses dictaron leyes en el hogar creado inicialmente para sus hijos. Las leyes fueron desobedecidas, y los hijos rebeldes fueron expulsados, destinados a vivir tanto sobre la superficie de la tierra como en las oscuras regiones inframundanas. Cuando los expulsos bajaron a la superficie de la tierra, ésta era húmeda, lodosa, y todo estaba inmerso en una constante penumbra. Anhelaban un sol, y por esto se convocaron y buscaron entre ellos a un candidato que aceptara la responsabilidad de transformarse en astro luminoso. Dos de ellos se sometieron al sacrificio necesario para la conversión. El primero en ser inmolado bajó al inframundo, tomó de allá la sustancia adecuada para el cambio –se llega a denominar “su riqueza” o “su capa de plumas amarillas”– y, cubierto con ella, resucitó en el oriente, alumbrando a sus hermanos. Sin embargo, no se movió. Todos los dioses le demandaron que hiciera su trabajo; pero él les respondió que no cursaría el cielo hasta que todos los dioses lo imitaran: tenían que inmolarse para sufrir la transformación. Al ser sacrificados por orden del Sol, cada uno de los dioses bajó al inframundo, perdió su condición proteica, quedó con las últimas características adquiridas en sus particulares lances míticos, y las transformó en esencias de una clase o especie mundana. Como el Sol, quedaron sujetos al ciclo de la vida y de la muerte. Esto los convirtió en creadores-criaturas, pues cada uno de ellos se convirtió en un ser mundano, un ser divino cubierto con la sustancia dura y perecedera que le permitiría existir en el mundo que entonces se estaba creando. Pero esa misma capa que le permitía existir sobre la tierra, fatalmente lo condenaba a una muerte. De allá retornaría, cerrando un ciclo permanente.
Características del mito mesoamericano
Es necesario distinguir dos núcleos del mito, relativamente autónomos, pero fuertemente interrelacionados: por una parte encontraremos el mito-creencia; por el otro, el mito-narración. El primero es un conjunto de concepciones de contenido causal y taxonómico, con expresiones heterogéneas y dispersas; el segundo está formado por relatos hazañosos que concluyen en la incoación de las criaturas en el tiempo primigenio. Ambos integran el mito, que es un hecho histórico de carácter cultural, de producción de pensamiento social, inmerso en decursos de larga duración, que consiste en creencias y narraciones acerca del origen y conformación de los seres mundanos en el tiempo de la creación.
El carácter histórico del mito lo hace susceptible al tiempo. Como conjunto de creencias y como hecho textual, el mito va cambiando en el curso temporal, afectado por todas las contradicciones y transformaciones que viven sus constructores-usuarios. Esto no contradice su pertenencia a su inmersión en la larga duración. Por una parte, aún los aspectos culturales que pertenecen a la muy larga duración están destinados a desaparecer. Por otra, tanto las creencias como las narraciones míticas son entidades muy complejas, compuestas por elementos que tienen muy diferentes niveles de resistencia a la transformación y a la desaparición. Algunos de sus elementos son sumamente duraderos; otros, en cambio, varían rápidamente. Un ejemplo, al que por su claridad me he referido en ocasiones anteriores, es el mito del conejo en la cara de la Luna.[4] El mito colonial que registró fray Bernardino de Sahagún cuenta que al salir por el oriente, en forma de astros luminosos, dos dioses que se habían inmolado en Teotihuacan brillaban con igual intensidad. Los dioses se opusieron a tener dos luminarias iguales en el cielo, y oscurecieron el disco de la Luna, arrojándole un conejo. Desde entonces se puede ver la impronta del conejo en el rostro lunar. En la actualidad abundan en el territorio mesoamericano los mitos que cuentan cómo fue oscurecida la Luna con un conejo; pero las hazañas narradas son muy diferentes entre sí. Por otra parte, si retrocedemos al período Clásico (300-900 dC), encontraremos entre los mayas numerosas imágenes de la diosa de la Luna con un conejo en su regazo. De lo anterior se concluye que en el caso del mito del conejo en la cara de la Luna existe un complejo de creencias de muy larga duración, al menos desde el Clásico hasta el presente. Es un complejo que vincula la acción lunar con la lluvia, que incluye las figuras del conejo y, en algunas regiones, la del pulque. Pero a esto no corresponde un mismo relato perdurable. Por el contrario, los relatos que conocemos llevan a la consecución de un episodio que produce la marca del conejo; pero tanto dicho episodio como sus antecedentes cambian no sólo con el tiempo, sino también regionalmente.
Para acentuar este carácter mutable del mito en el tiempo, puede afirmarse que nunca un narrador repite un mismo mito en forma idéntica. El relato es de naturaleza sagrada. Sin embargo, el creyente lo acepta y reconoce como sagrado en la diversidad de sus variantes, en tanto el sentido profundo del relato no sea alterado. Perla Petrich, en su libro País de agua,[5] pone en boca de un fiel: “Cada uno conoce sus historias, que a veces se parecen, pero siempre tienen algo cambiado, según quien sea el contador. Yo, de mucho escucharlas ya ni atino a saber quién las dijo de una manera y quién de otra. No le hace, porque, como dicen ellos, basta con que nosotros, los que venimos detrás, guardemos de sus palabras la memoria”.
Con el rito, el mito es una forma privilegiada de expresión de la cosmovisión. Quien lo escucha revalida sus convicciones, sentimientos y valores; corrobora sus tendencias, hábitos y propósitos; sanciona sus preferencias; afirma su saber; confirma la normativa que orienta sus acciones. No es didáctico ni tiene propósitos moralizantes ni revela secretos ocultos; pero se refiere, sin mencionarlos, a los procesos y a las leyes del cosmos, los que son, en su abstracción y muy alejados de la conciencia, la fuente de todas las guías de percepción, de pensamiento y de acción. Por ello, con el rito, es una de las vías más importantes para actualizar y transmitir las creencias fundamentales de una sociedad.
La cosmovisión nace de la experiencia cotidiana en la red de intercomunicación formada por todos los miembros de una entidad social. La comunicación constante va produciendo abstracciones paulatinas en la mente de los actores. Estas abstracciones, confrontadas, se depuran hasta alcanzar un nivel holístico, generalizador. De allí se revierte el proceso al pensamiento y a la vida cotidiana en forma de convicciones, guías o normas aplicables a la acción práctica y concreta. El proceso no es consciente. La cúpula del proceso es tan abstracta que no es asequible a la reflexión de los constructores-usuarios. Sin embargo, sus dictados se plasman en los distintos niveles de los procesos mentales y puede afirmarse que, en mayor o menor medida, están incluidos en la lógica de toda expresión emanada de la entidad social (López Austin, en proceso editorial).
Como se ha afirmado, el mito y el rito son las formas privilegiadas de la cosmovisión. Su referencia a las entrañas del funcionamiento cósmico es constante. Sin embargo, por lo regular no existen referencias directas, expresas, formularias al funcionamiento cósmico. La forma expresiva del mito es estética, y el tropo remite a una verdad por caminos muchas veces complejos que se deslizan en un plano inconsciente. Los sentidos se sugieren; los símbolos se enlazan; las formas verbales conducen a la belleza, al asombro, al terror o a la sensación de certeza. Es un lenguaje emotivo que, paradójicamente, cataliza la asimilación del mensaje. Es así, porque la emoción elimina barreras de conciencia, haciendo valer en la mente, además, el valor de verdad. El tropo ejerce su enorme poder como generador de enlaces mentales muy variados. Otro efecto psicológico de la forma estética es de carácter social. El relato mítico se comparte con miembros de una colectividad que participan de la capacidad de comprensión, y que saben del vínculo. Quien oye el relato mítico no sólo percibe clara o veladamente el sentido profundo del discurso, sino que es consciente de que está rodeado de congéneres que conocen los tropos, las alusiones y las claves necesarias para alcanzar una sacralidad compartida. La narración mítica reafirma identidades grupales. Posee una función cohesiva.
Todo esto es posible porque la vía primera y normal de la narrativa mítica se desarrolla en la oralidad; la constituyen textos dirigidos a receptores específicos. El narrador está cubierto, por lo regular, de un halo de prestigio, ya sea en el ámbito de la comunidad, ya en el reducido nicho del hogar. La audiencia está formada por semejantes. El ambiente es el canónico (a veces con fecha, hora, condiciones, ocasión). Las palabras, por venir de un miembro prestigiado del grupo, llegan cargadas de certeza; se identifican con el legado que los primeros padres hicieron a su gente cuando el grupo fue creado para poblar el mundo. Frente a la afirmación de Vansina en el sentido de que una buena transmisión oral se ve favorecida cuando las tradiciones no pertenecen al dominio público,[6] sino que constituyen conocimientos esotéricos de grupos determinados, puede pensarse que el relato mítico queda en una posición intermedia que, por ello, es sobresaliente: no es esotérico; es un bien ampliamente compartido por la comunidad; pero el relator idóneo es una autoridad. Y muchas veces los silencios, los tonos, la mímica, las digresiones sabias, conducen a los receptores a un nivel de concentración que pertenece a un ámbito espacial y temporal diferente al mundano. Es, sin embargo, un ámbito familiar para quienes escuchan el relato: lo han vivido en sus ritos, en sus creencias, en sus meditaciones –en colectividad y en solitud– a lo largo de sus vidas. Más aun, el contenido del relato es una forma de expresión de la cosmovisión, esa cosmovisión que es producto de la vida cotidiana de sus constructores-usuarios, y la cosmovisión es un sistema holístico, una red de relaciones mentales en todos los niveles posibles entre lo concreto actual y las máximas abstracciones. El relato –la expresión de un macrosistema– es una sucesión de chispas alusivas que encienden muy remotos y variados rincones de la mente.
El receptor foráneo o el lejano lector de mitos que se aproxima a la literatura del otro por curiosidad o por estudio puede captar muy poco de lo anterior. La vía escrita es incapaz de transmitir la calidad literaria total del relato y, aunque fuera capaz, no es el extraño quien puede apreciar cabalmente las calidades estéticas del texto. Llegará a captar los valores literarios superficiales; tal vez descubrirá otros valores a partir de otros cánones, desde la percepción de una cultura diferente; pero la intencionalidad prístina del relato –y con ella su realización– tiene destinatarios limitados y definidos.
Desde una posición científica, destinada a construir y trabajar con modelos que requieren abstracciones fáciles de manipular, analizar y estudiar, es posible separar lo estético de lo sagrado; pero esta disgregación es incongruente en las realidades sociales que son objetos de estudio. Desde la perspectiva científica, puede delimitarse lo literario; en el presente trabajo, es posible percibir el valor literario de la narrativa mítica. Sin embargo, hay que tener presente que este valor literario se genera en la comunidad de los constructores-usuarios. Consiste en la sanción de la comunidad a un texto a partir de sus calidades estéticas –aquellas capaces de despertar emociones en la audiencia–, reconocimiento social que pretende que el texto perdure en la memoria colectiva. En el caso mesoamericano, la sanción supone que el texto forma parte del acervo de “el costumbre”. Para las comunidades indígenas, el costumbre es el conjunto de saberes y prácticas que cada grupo recibió de sus primeros padres, los que lindaron en el tiempo de la creación del mundo. Es un caudal que fue donado –e impuesto– a cada colectividad por su dios o su santo patrono. Para muchos que conservan en forma más arraigada las creencias de la tradición, la conservación del saber y la constante realización del costumbre son vigiladas por el Dueño, la divinidad protectora que habita en el interior hueco del monte sagrado de cada comunidad.
El relato mítico, por tanto, es un relato socialmente sancionado y resguardado, tanto por su origen religioso como por su valor estético. En la concepción del grupo, el relato mito se ha mantenido invariable desde el día de la creación hasta el presente. Sin embargo, al estar inmerso en la cosmovisión, y al ser ésta históricamente variable, el relato mítico es afectado y transformado por el tiempo. ¿Hasta qué punto su sacralidad produce una fijación del texto? Volvamos a Valsina para recordar que, desde el punto de vista formal, este autor distingue dos clases de tradiciones:
las que son cuajadas en su forma, aprendidas de memoria y transmitidas tal cual son, y las que son libres, que no se aprenden de memoria y que cada cual transmite a su manera. Un ejemplo de texto cuajado es el poema; un ejemplo de texto libre, el relato. Las palabras de un poema pertenecen a la tradición, mientras que en el caso del relato son un añadido del narrador. Sólo el “cañamazo” del relato pertenece a la tradición.[7]
En efecto, la perdurabilidad literaria del relato mítico no reside estrictamente en la repetición estricta de sus palabras. Éstas pueden variar considerablemente; puede variar, incluso, el contenido de muchos episodios de las hazañas divinas, o pueden llegar a cambiar las hazañas míticas para ser sustituidas por equivalentes. El valor reside, en cuanto a su forma, en la canonización de su exposición; en cuanto a su contenido, en la referencia a un sentido profundo, precisamente en el núcleo que genera las más fuertes emociones: la alusión a los procesos cósmicos que conmueve colectivamente a una audiencia.
Traigo a colación una distinción que elaboré hace ya muchos años. Dividí entonces los asuntos de la narración mítica en hazañosos (las historias de los dioses), nodales (los pasos de los procesos cósmicos) y nomológicos (las leyes cósmicas).[8] El valor reside en la oculta referencia a los asuntos nodales. Trata de la forma en que cada narración describe, encubierta en las historias divinas, la forma en que las sustancias proteicas llegaron al punto preciso de transformación para solidificarse con el calor y la luz de los primeros rayos del Sol sobre el mundo.
El valor literario del mito abarca también su formalidad canónica. Es un modelo que la entidad social ha construido en la larga experiencia de expresión de las verdades sagradas y emotivas. Aunque no todos sus pasos se producen indefectiblemente en cada relato, la secuencia lógica está sobreentendida. Es una estructura dividida en tres etapas. La primera es la de la preparación del oyente. Para este fin se puede recurrir a palabras consagradas. Para los triques, por ejemplo, la exhortación se hace al iniciar el texto con “Lo siguiente es lo que pasó en nuestro pueblo hace mucho tiempo, y ustedes deben creerlo ahora”.[9] Pero lo más frecuente es que empiece el relato con la descripción de un ambiente húmedo, lodoso, sumergido en la penumbra, cuando aún el Sol no existía y todos los personajes del mito (los dioses, los animales, los vegetales, aún las piedras) vivían en una sociedad común, actuaban como seres humanos y se comunicaban entre sí en la misma lengua. Con este inicio, los receptores entienden que deben ser conducidos al ámbito anecuménico. Esta referencia es común en todos los relatos, pues todos comparten el mismo escenario general.
En la siguiente etapa ya se particulariza el mito que ha de narrarse, y se pasa entonces a un sector específico del gran escenario. Es la parte fundamental del relato. A partir de un principio común, desde esta parte cada relato se hace históricamente independiente de los demás. No existe entre las diferentes aventuras una conexión causal única. Por eso puede afirmarse que, teniendo el mismo escenario inicial –como la barra del peine–, cada mito es autónomo de los demás, como los dientes del peine. Se menciona entonces una carencia: en ese tiempo no había luz; o no había fuego; o no había maíz; o todavía no habían sido formados los animales; o el ser humano no existía… En principio, puede hablarse de la carencia de cada cosa, pues el mito tiene por fin describir el inicio de todo lo creado. ¡Hasta al propio cuerpo del hombre le puede faltar algo! Un breve mito náhuatl de San Luis Potosí habla de un tiempo en que los hombres –entiéndase, los protohombres– tenían tamales y atole; pero sólo podían olerlos; les era imposible comerlos porque no tenían formado el final del tracto digestivo. El segundo paso de esta etapa corresponde a la historia de la transformación de los seres proteicos. Es la aventura misma, en la cual las acciones van conduciendo a los personajes al punto propicio de la creación incoativa. En el mito potosino, los hombres acudieron con el dios del maíz para pedirle una solución a sus problemas y el dios aceptó la petición, perforándoles el trasero.[10] Cuando todo está a punto, se produce la consolidación creadora. Es un fiat que, como se ha mencionado antes, se describe como la solidificación que producen los primeros rayos del Sol para que las condiciones creadas por la aventura tengan un efecto perdurable durante todo el tiempo de existencia del mundo. A partir de la evangelización, muchos mitos han sustituido este episodio solar por el nacimiento de Jesús, por su muerte, por el canto del gallo, por un acto de bendición, etc.
La tercera etapa es el cierre. La sacralidad del mito hace necesaria una salida del relato, un regreso al ámbito de lo cotidiano. Al fiat puede seguir una reafirmación: se repite cuál fue la incoación que produjo la aventura, como terminó el estado de carencia. Por ejemplo, “así fue como los hombres obtuvimos el tabaco”. En esta etapa puede existir una prueba de verosimilitud, una huella de que tales sucesos sí se dieron. Se afirma, por ejemplo, que la existencia de tal o cual personaje puede comprobarse: es la figura pétrea que se observa en un cerro conocido. Después se recurre nuevamente a una fórmula de conclusión. Volviendo a los triques, los mitos pueden terminar con la frase “Así pasó en tiempos pasados, y ustedes deben creerlo”.[11]
El género mítico en la tradición mesoamericana
A partir de los análisis anteriores, es posible señalar las características de un género literario mítico, entendido éste no con una pretensión universalista, sino en una descripción aplicable a las narraciones de la ya milenaria tradición mesoamericana.
Desde su aspecto verbal, e independientemente del muy amplio e importante registro escrito que se ha hecho de los mitos mesoamericanos con los propósitos de conservación, difusión, transmisión y estudio, el mito es un texto oral. Su oralidad deriva de las necesidades sociales de sus constructores-usuarios, miembros de comunidades que comparten una misma cosmovisión. Los elementos lingüísticos a los que se recurre son los tradicionalmente aceptados por cada una de estas sociedades, ajustados a una normatividad que refuerza los caracteres sagrados, emotivos y escénicos propios no sólo de la retórica comunal, sino con las especificidades propias de la narrativa mítica. Los caracteres sagrados y emotivos de la realización norman de manera intensa el carácter léxico y fónico del mito.
Desde su aspecto sintáctico, la narrativa mítica narra historias, o sea que comunica sucesos que se desarrollan en una dimensión espacio-temporal diferente –el anecúmeno–, enlazados por relaciones lógicas de causa-efecto y por relaciones de consecutividad, un antes y un después. Su realización está firmemente determinada por su apertura y su cierre. La consecutividad y la causalidad imprimen en el mito una dirección que apunta a un cierre enfatizado, propiamente el efecto, la meta a la que se dirigen los distintos elementos de la narración.
Desde su aspecto semántico, el mito es una narración que describe procesos en el ámbito espacio-temporal anecuménico, enfatiza su última etapa causal (la línea liminar), en la que se produce la solidificación del resultado de los procesos y pasa al ámbito ecuménico para referirse al ser mundano que ha sido incoado. Los procesos anecuménicos se presentan como aventuras en las que participan seres divinos, de los cuales algunos tienen el carácter de protocriaturas que, en la línea liminar, se convierten en creadores-criaturas por medio de una transformación que implica su muerte y su consecuente resurrección. El tema tiene naturaleza sagrada y se considera que fue comunicado por los primeros padres del grupo en el momento de su aparición sobre el mundo, como parte del saber donado por los dioses. Su finalidad es social, particularmente cohesiva y dirigida a los constructores-usuarios de la cosmovisión del grupo.
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