2001 / 08 ene 2018 09:28
En el reducido local de El Cazador, situado en el portal de Mercaderes de la plaza principal, en un rincón apartado, se reunían a principios de siglo xx Luis G. Urbina (1864-1934), poeta crepuscular y cronista fuera de serie de la vida literaria mexicana; Juan de Dios Peza (1853-1910), llamado el Poeta del Hogar, cuyos poemas han desaparecido de las mesas de lectura de los poetas pero no de los concursos de declamación escolares, y Amado Nervo, que por ese entonces empezó a buscar más en su poesía “el tono discreto, el matiz medio, el colorido que no desentona”, según sus propias palabras.
La apertura del Cazador data de 1835; en 1850, Fernando Orozco y Berra escribió en su revista sobre el desayuno que el café “había tenido una niñez dorada y una juventud plateada”. Ya para entonces los propietarios habían hecho con él una fortuna. El café era atendido en los años cincuenta por Pepe el Tuerto, un mesero más discreto y reservado que un confesor, y quien conocía el hilvanado de las infinitas historias de la ciudad, y por quien, a su muerte, asistieron a su sepelio personajes importantes de la época.[19] Fernández Ledesma rescata de un cronista de la época la siguiente diablura que le hizo un grupo de troneras.
Los troneras invitaron una noche a beber al mesero. Lo pusieron en punto óptimo, lo tonsuraron, lo vistieron con un sayal de la orden franciscana y lo llevaron cargando a medianoche al convento de San Francisco. Tocaron con fuerza a la puerta e informaron al padre portero que traían un hermano a punto de morir. El padre fue a buscar al padre guardián, mientras los demás padres estaban extrañadísimos. Todos los hermanos de la orden se hallaban en el convento. Quizás era un error. Sin embargo, al verlo en un estado tan deplorable se decidió que lo condujeran a una celda. Pronto el padre guardián se dio cuenta del terrible mal del hermano: una borrachera de órdago. Al despertar, Pepe el Tuerto no cabía en sí de perplejidad. ¿Dónde rayos estaba? ¿Quién lo condujo allí? El padre guardián entró y le preguntó en latín quién era. Al ver el azoro del otro se lo preguntó en castellano. El padre lo reprendió por violar las reglas de la Orden. Pepe repuso que quién era él para reprenderlo; el padre le inquirió que a cuál convento pertenecía; Pepe contestó que al café del Cazador, y pidió al padre, por si dudaba, que enviase un mensajero al sitio y preguntase si allí trabajaba Pepe el Tuerto. Si Pepe el Tuerto está allí, “en ese caso, padre… no sé quién soy”.
Muy pronto el padre se dio cuenta de que todo el asunto había sido una trastada de nenes, de currutacos, de niños bien.
Contra lo dicho por Orozco y Berra, la declinación del famoso local no parece haber continuado. En 1853 el Cazador abrió una sucursal por el rumbo de Tlalpan, en el profundo sur de la ciudad. Cada cierto tiempo era dable leer en avisos y gacetillas de periódicos acerca de reformas en su servicio, cocina y cantina. Por ejemplo, hacia el 2 de marzo de 1869, El monitor republicano anunciaba las reformas en aseo y servicio hechas a la fonda y que se había contratado a un cocinero de excepción. Por más de medio siglo el establecimiento, situado en el portal de Mercaderes, en plena plaza principal, siguió siendo animado punto de reunión.
En el tomo ii de su amenísimo Diario, Federico Gamboa comenta hacia septiembre de 1897, un encuentro con reporteros: “después de mi desayuno en el café del Cazador”. Eso ilustra que el desayuno en el café era usual para él en ese tiempo, como también era frecuentar una cervecería alemana de la calle de Palma, “en la que hemos sentado nuestros reales –es un decir– casi todos los escritores metropolitanos”.
En 1900 se cierra el local. Sesenta y cinco años de servicio quedaban en la noche. Era el melancólico adiós a las voces que salían desde el local hacia la gran plaza. Apenas, por una placa conmemorativa colocada en la esquina del portal y de la antigua Plateros, sabemos que alguna vez existió.