2001 / 05 ene 2018 15:41
Hacia principios de los años setenta, un grupo de poetas y escritores que –dicho con palabras de Francisco Hernández, quien a su vez parafraseaba a Borges– fatigaban la infamia de la publicidad, empezaron a reunirse en el Café Alto, situado en la cuchilla de la esquina de las calles de Insurgentes y Culiacán, en el barrio de la Roma. Nadie, que echara una ojeada al establecimiento, podría fantasear que ése era un sitio de reunión de escritores, y menos, un café literario.
Al café llegaban los sábados en la mañana el yucateco Raúl Renán (1928), quien, como Juan Rulfo, León Felipe o Tomás Segovia, ha sido un típico hombre de café, un cafeinómano, pero asimismo un paciente maestro de jóvenes escritores y motor de revistas y editoriales marginales; el jalisciense Guillermo Fernández (1934), autor de amargos e intensos libros de poemas (La hora y el sitio, Bajo llave) y traductor infinito de literatura y libros de política y arte italianos, y quien, desde 1977 hasta 1984, estaba un año sí en México (los pares) y un año no (los nones), porque los pasaba en Italia; el veracruzano Carlos Isla (1945-1986), quien dejó la poesía para escribir novelas a racimos, y para fundar, una tras otra, editoriales que duraban lo que un haz de chispas en la forja de un herrero; otro veracruzano, Francisco Hernández (1946), poeta fuera de serie y amigo de excepción, de escasas palabras y diaria angustia, que en las conversaciones afila frases que hacen astillas que tocan; el queretano Francisco Cervantes (1938), buen poeta y fervoroso lusitanista, siempre contento con el mundo, y el yucateco Agustín Monsreal (1941), cuyas ficciones admiraba Edmundo Valadés, nuestro gran señor del cuento. Llegaban también los poetas Miguel Flores Ramírez (1939), amigo de gran corazón, quien poco a poco fue alejándose de la poesía y la poesía lo fue dejando, y Antonio Castañeda (1938-2000), que alternaba su obra poética con un trabajo de venta de joyería y de libros. Llegaba también un grupo de jóvenes poetas nacidos en la década de los cincuenta: Arturo Trejo Villafuerte, Rafael Vargas, Víctor Manuel Navarro y Sandro Cohen. Curiosamente, los tres primeros provenían de Ciencias Políticas de la unam. Trejo y Navarro han buscado en sus poemas recobrar la vida de la ciudad pero sobre todo del barrio bravo. En el local se leían y revisaban con minucia los textos ajenos, siendo los principales correctores Raúl Renán y Guillermo Fernández. “Eran nuestros mayores y nos enseñaron mucho”, recuerda Francisco Hernández.
El grupo de los “que fatigaban la infamia de la publicidad” no tenía mucho de haber abandonado las reuniones en la librería de viejo de Polo Duarte (Libros Escogidos), situada en avenida Hidalgo, frente a la Alameda. Luego de las reuniones acostumbraban “seguirla” en una cantina próxima, El Golfo de México, donde navegaban en el agua. Por ese entonces surgió Papeles, pliego literario, que Raúl Renán inició y dirigió. Sandro Cohen, en un artículo escrito sobre Raúl Renán, "Los oscuros laberintos del oficio luminosos”, recuerda así el recinto: “El Café Alto era un lugar sumamente curioso. Podía entrarse por Insurgentes –la puerta del escándalo– o por Culiacán –la puerta de la calma–, y como tenía la forma de un ángulo abierto de unos 140 grados, no podía verse la entrada de Insurgentes si uno no estaba del lado de Culiacán, y viceversa. Había casi siempre un ruido ensordecedor pero las meseras siempre nos atendían –la señora Hilda, madura y comprensiva; la señorita Claudia, coqueta y encantadora–, lo hacían con una amabilidad que nos mantuvo atados al Alto hasta que lo vendieron y se convirtió en algún rasgo de nuestra actual ciudad tristemente posmoderna”. Los amigos empezaban a llegar al café desde las diez de la mañana y los últimos se retiraban a las tres de la tarde. Destino irrisorio: al desaparecer, el café se convirtió apenas en un vestíbulo amplio para el edificio.
Contra lo que su nombre presume, el Café Alto no era alto. Los contertulios solían bromear de que concurrían allí, porque era el único café al que Carlos Isla, quien medía más de dos metros, podía entrar por una puerta. En El Alto surgió la idea de Raúl Renán y Carlos Isla de la editorial La Máquina Eléctrica. En vez de número la colección de libros se hizo con letras del alfabeto. El primer volumen se editó en marzo de 1976 y aún seguía editándose la colección por 1993. "Fue un proyecto típico de café”, dice Francisco Hernández. “Carlos Isla era una máquina de crear pequeñas editoriales. Contrariamente a su pesimismo vital era de un gran optimismo respecto a la promoción de la literatura, incluida la de él mismo. Recuerdo que un día decidió escribir novelas y pronto tuvo cerca de quince.” Como todos los hombres muy altos y flacos, Isla solía caminar con la cabeza agachada para no tropezar con personas y cosas. Relativamente joven, el cáncer lo sorprendió y lo fue consumiendo. En algún momento parecía salvado. Poco antes de su fallecimiento, lo encontré en la cafetería de El Parnaso: era ya una sombra sobre la tierra. En sus ojos y en su rostro se marcaban con dramatismo las señales nefastas. No hicimos, o tal vez no quisimos hacer, mayor diálogo. Me desgarra tener compasión y pena por otra persona, y más, que ésta lo note. En mí se unen a la vez, no sin angustia, la necromanía y el horror a la muerte. Quizá Isla percibió esto y se despidió pronto. La siguiente noticia fue la de su fallecimiento. Como siempre me ocurre, la noticia me dejó casi en la indiferencia, y como siempre, pasados los años, un día cualquiera, el amigo muerto empezó a dolerme en el corazón, en el alma y en el cuerpo. Como ahora que lo evoco.
El primer libro de La Máquina Eléctrica, la letra A, salió en 1976, se llamó Portaretratos. Su autor: Francisco Hernández. A decir de él fue una doble piedra de fundamento en su obra: como primer libro y como base temática. Por primera vez aparecen los perfiles y retratos que llegarían a su perfección, después de una década, con los del músico Schumann (De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios) y los de los poetas Friedrich Hölderlin (Habla Scardanelli) y Georg Trakl (Cuaderno de Borneo).[42]
Después se publicaron en la editorial, entre muchos, los libros de Miguel Flores Ramírez, Antonio Castañeda, Joel Piedra, Arturo Trejo Villafuerte, Mariana Bernández, el peruano Javier Sologuren, los guatemaltecos Alaíde Foppa y Luis Eduardo Rivera, el ruso Joseph Brodski y las antologías de poetas rumanos y portugueses.
Gracias a las reuniones de los sábados en la mañana nació un proyecto importante. Un día de 1978 llegó al café, llena de luces y pájaros, una agradable neoyorquina, de nombre Linda Scheer. Venía acompañada por Miguel Flores Ramírez. Ambos se habían propuesto preparar una antología bilingüe de la nueva poesía mexicana para publicarla en Estados Unidos. Linda venía a ciudad de México una temporada todos los años y decía sentirse mejor que en Nueva York. Con paciencia, Linda esperó cuanto pudo, y por fin, en 1984, la antología apareció en una editorial de Michigan (Translation Press) con el título Poetry of Transition. Mexican Poetry of the 1960s and 1970s. La poesía mexicana ganó un libro pero perdió misteriosamente una amiga fiel: desde la aparición del libro, o quizás antes, Linda no volvió a México, o al menos, ya no supe de ella. Nos habíamos encontrado una mañana de noviembre de 1981, en New York. Me recogió en el hotel y fui a su departamento en el barrio de Queens y me dio luego un paseo en coche por la ciudad. Nunca pensé que no la vería de nuevo.
En aquellos infinitos sábados, el poeta Guillermo Fernández tuvo, durante una larga temporada, un proyecto excéntrico que hubiera gustado a los estridentistas por la idea y por el desenlace: hacer una revista donde publicaría poemas de los jóvenes contertulios pero sin el nombre de los autores, es decir, una revista de nadie. Sin hurgar mucho ni romperse la cabeza, Guillermo tenía ya el título de la revista: El Alto. Pese a su buena voluntad, pese a su insistencia, nadie le dio un poema. “Ahora pienso que tal vez fue porque los publicaría como anónimos”, repara un poco sorprendido.
Luego del cierre del Alto empezó para el grupo un itinerario de infierno.