Enciclopedia de la Literatura en México

Las Chufas

Marco Antonio Campos
2001 / 05 ene 2018 15:35

1) Hay escritores que suelen representar emblemáticamente un café: Peter Altenberg y el Central de Viena, Jean Paul Sartre y Les Deux Magots en París y Ramón Gómez de la Serna y el madrileñísimo Antiguo Café y Botillería del Pombo. La memoria del café se asocia de inmediato con la figura de ese personaje. Peter Altenberg, “el poeta sin casa”, como lo llama Claudio Magris en Danubio, acampaba física y literalmente en una mesa del Central. “Allí escribía sus parábolas fulmíneas e impalpables, sus breves esbozos dedicados a esos pequeños detalles (una sombra sobre un rostro, la ligereza de un paso, la brutalidad de un gesto), en los cuales la vida revela su gracia o su nada y la Historia muestra sus hendiduras aún imperceptibles, los indicios de un próximo crepúsculo.”[36] Alfonso Reyes, en su deliciosa Tertulia de Madrid, describe con una sonrisa de amigo: “Pombo es un café viejo, merecedor del mayor respeto. Los pombianos creen siempre ‘codearse’ con el espectro de Goya [...] Éste es el recinto nocturno de Gómez de la Serna. Aquí ha organizado y organiza desde tiempo inmemorial su tertulia del sábado. Se le puede escribir a Pombo, enviarle a Pombo los aguinaldos de Navidad o los padrinos para un duelo. Cuando publica un libro, hace la distribución desde el Pombo”.

Cuando uno conversa con otras gentes sobre Tomás Segovia lo asocian siempre con los cafés, y sobre todo con uno, el Chufas o las Chufas, de calle López, donde fue imagen cotidiana entre 1947 y 1962, al grado que el poeta guatemalteco Carlos Illescas, quien frecuentaba el local, acuñó una cuarteta que imaginó como placa en la fachada: “Aquí Tomás Segovia escribió/ mañana, tarde y noche,/ del ingenio hizo moneda corriente/ y del talento derroche”. Por cierto: en los años cincuenta, Illescas solía reunirse en las Chufas con poetas y escritores centroamericanos de izquierda como el guatemalteco Augusto Monterroso, la salvadoreña Claribel Alegría y la inolvidable costarricense Ninfa Santos, de corazón grande y pródigo como el follaje de un fresno. En otra mesa se sentaba la notable poeta tica Eunice Odio, quien solía concentrar su odio contra los comunistas, no excluyendo a los de la mesa próxima.

Segovia nació en Valencia, España, en 1927, pero llegó a México en 1940. Para Segovia el café ha sido una múltiple representación de la vida. “A mi me gustan los cafés con ventana y luz, por donde puede verse pasar la vida y por donde cruzan las muchachas. No me gustan los cafés elegantes; prefiero los que tienen las huellas diarias y donde los meseros no se comportan con una insoportable solemnidad.”

A Segovia le enorgullece decir que nadie ha vivido la vida de los cafés como él. No sólo ha llegado a ser una segunda casa, sino a veces la casa. O si se quiere, una animada combinación de casa y estudio. En sus largos años de parroquiano en las Chufas, Segovia no sólo hacía tertulia, sino leía, escribía, recibía correspondencia, le anotaban avisos y recados telefónicos. Él lo ha dicho: “No creo que nadie de mi generación de ninguna parte del mundo ha estado tan integrado a los cafés como yo. ¿Por qué esa rara necesidad? Me doy explicaciones. Desde que empecé a escribir he tenido siempre horror a ser un espectador inerte de la vida o de la no vida. De huir de la realidad o encerrarme en la torre de marfil. Eso ha derivado en mi marginación. Nunca he podido escribir en un sitio silencioso. Si estoy tranquilo en mi escritorio, rodeado de papeles y libros y de mi computadora, me esterilizo. Me siento un oficinista a sueldo para escribir poemas. ¿Y cómo explicar ‘una oficina de versos’? Si estoy así, empiezo a mover el cenicero, o creo oír que gotea la llave del baño, o empiezo a ponerme nervioso porque no encuentro las llaves, o voy a la cocina a beberme un vaso de agua. En el café es otra cosa: entro y salgo simbólicamente de allí, algo a veces me distrae, pero cuando me concentro lo hago del todo, y cuando dejo de concentrarme, me descansa ver mucho a la gente”.

En esa dirección, mientras el café y su perfil literario empezaban a languidecer al promediar los años cincuenta en ciudad de México, Segovia fue, quizá sin saberlo, el más obstinado sobreviviente del naufragio. Preservó como nadie la relación café y literatura. Segovia ha sido fiel a esta relación desde los años en las Chufas, pasando por la temporada de Montevideo (Tupinambá y Sorocabana), siguiendo por otros locales en sus regresos mexicanos (Konditori, Kineret, Auseba, Duca d’Est, Gandhi), hasta el madrileñísimo Café Comercial.

En 1947 Segovia se apareció por primera ocasión en las Chufas, invitado por el pintor y escritor trasterrado Ramón Gaya. Tenía veinte años. Si para Segovia los exiliados republicanos estaban al margen de la sociedad mexicana, el solitario y disidente Gaya estaba al margen del margen. A la mesa de Gaya llegaban Soledad Martínez, el poeta Juan Gil Albert, muy valorado hoy en España, y otros que, en su recuerdo, “eran marginales de lo marginal”.

Luego de la tertulia de Gaya, Segovia se integró en las Chufas a otra de poetas ligeramente más jóvenes que él. De alguna forma surgió de ella una pequeña revista o pequeña plaquette a la que titularon Hojas, y que duró seis o siete números, y donde publicaron miembros del grupo: Michèle Alban, Enrique de Rivas y José María Gironella (quien sería después famoso como pintor).

Gran parte de la obra de Segovia se ha escrito en cafés: poemas, ensayos, artículos, relatos. Uno de sus más significativos poemas, “Del natural”, tiene como motivo y fondo la vida de asiduos parroquianos en las Chufas: un hombre que criaba palomos, una pareja de amantes y unos exiliados, cuyo diálogo le dio a Segovia el verso que cierra el texto:

Estoy en el café afuera cae la tarde

leo un libro que habla de la guerra de España

es un libro sereno y sin embargo arde

el día moribundo está hermoso me extraña

 

qué lentitud el tiempo nostálgico se aleja

volviendo la mirada hacia atrás como Orfeo

nos dice un largo adiós conmovido y nos deja

aquí como de piedra y sin ningún deseo

 

oh corazón ahíto y avariento oh indolencia

en la mesa de al lado con mucha vehemencia

un hombre aceitunado y fuerte explica cómo

ilumina su vida la cría del palomo

 

más allá dos amantes con la misma cuchara

sorbiendo helado apagan sus miradas ardientes

él es casado y mientras le acaricia la cara

siente un frío nocturno de insomnio entre los dientes

 

una mujer se va otra ríe otra fuma

la vida se desdice y cambia como espuma

dice siempre otra cosa pero es la misma rima

“En el 36 el mundo se nos venía encima”

El alejandrino final, el terrible y desolador alejandrino, nos da toda la dimensión trágica de la derrota, del exilio y de la vida destruida de tantos refugiados españoles.

 

2) No sólo Segovia escribió sobre las Chufas. Otro poeta, dos años más joven que él, Eduardo Lizalde, que ha hecho resplandecer en su obra poética la figura del tigre hasta volverlo emblema y luz, recordó y retrató así el café en toda su severa fealdad en un poema de su libro Tabernarios y eróticos (un café que frecuentaba con los amigos y que no merecía una pizca de nostalgia, pero que probablemente hubiera sido bello o importante si lo hubiera honrado “alguien con genio”):

Toda la mala poesía destruye las ciudades

–me temo que es alguna de la nuestra–:

paso por una calle muy ilustre

López tenía que ser–

y miro ese café que otros nostálgicos veneran;

me arrodillo sin pena ante su informe fealdad

como ante un cristo llagado por un mal tallador.

Otro sería si alguien con genio

–un verdadero ilustre–,

hubiera frecuentado ese lugar como nosotros,

que hemos tundido piedras y mosaicos,

desgastado mesas, cegado los cristales,

desportillado hermosas tazas

con cultura tardía, pardos poemas.

Sé bien que es discutible ese poder maligno

de la carnal presencia y del espíritu menor

en la materia constante de un cafetín histórico,

pero estoy casi seguro: el lugar sería bello,

como esos que surcaron

Stendhal o Chopin en otras plazas

–y algún recodo o huella luminosa que queda en los muros

por el paso muy breve de algo grande–;

por lo pronto, debemos emigrar hacia otros mundos

todos los medianos de mi generación,

para destruirlos, para degradarlos,

por envidia y venganza.

Lizalde debió escribir el poema antes de 1985, porque el local había entrado ya en los años setenta en un otoño sombrío, cerró poco después y terminó siendo borrado, como muchos edificios del centro histórico, por el terremoto del 19 de septiembre.