Enciclopedia de la Literatura en México

Toy

Marco Antonio Campos
2001 / 05 ene 2018 15:31

En el barrio de la Juárez, en la planta baja del edificio, se abrió un reducido y semioscuro cafetín, donde apenas cabían diez mesas. En él se reunía a fines de los años cuarenta, un notable grupo, donde había poetas, escritores, filólogos y periodistas. El mayor tendría a lo más treinta años. Con excepción de los mexicanos Juan José Arreola (1918), creador de pequeños castillos como cuentos, y Antonio Alatorre hoy un filólogo reconocido, los otros eran centro y sudamericanos: dos guatemaltecos (Carlos Illescas, magnífico epigramista y hacedor de poemas como palacios barrocos, y Augusto Monterroso, autor de brevedades maestras); tres nicaragüenses (el poeta y minucioso crítico Ernesto Mejía Sánchez, el poeta cristiano-marxista Ernesto Cardenal y el periodista Pedro Joaquín Chamorro), y cuatro peruanos (el novelista Manuel Scorza, un diablo de simpatía y vitalidad, el poeta Javier Sologuren, hombre callado y buenísimo, José Durand, educado prosista, y José Ruso, un curioso personaje que se dedicaba de tiempo completo a odiar a la burguesía y no cruzaba ni siquiera el bosque de Chapultepec –mucho menos Polanco o Las Lomas– porque le parecía infestado de burgueses). Salvo Ruso, todos hicieron con los años una obra de creación trascendente para su país y en algunos casos con resonancia internacional (Arreola, Monterroso, Cardenal y Scorza). El caso de Pedro Joaquín Chamorro, periodista que combatió a Somoza siendo director del periódico La Prensa, es extraordinario: su asesinato, por los sicarios del dictador, desencadenó la última ofensiva de los sandinistas que los llevaría al poder en 1979.

De esas reuniones y de la figura de uno de los ocasionales contertulios (el filósofo Raimundo Lida), Monterroso (1921) se inspiró para escribir su cuento “Obras completas”. que cierra su libro Obras completas. En el cuento, Feijoo, un poeta talentoso, es asistido por un erudito, quien, gracias a su labor de zapa universitaria, lo hará dejar poco a poco la poesía para abocarlo a la preparación e investigación meticulosa de las obras completas de Unamuno.

Sean escritores o no, los amigos sirven para ser puestos a pruebas extremas. Ernesto Mejía Sánchez (1924-1986), quien formó una excelente tríada generacional con sus compatriotas Ernesto Cardenal y Carlos Martínez Rivas, escribía por ese tiempo “La carne contigua”, poema de asunto bíblico, escrito en versículos esmerados, donde se narra la historia del incesto de Thamar y Amnón. Sus amigos y quienes fuimos sus discípulos conocíamos las obsesiones y obcecaciones de Mejía Sánchez. Contaba Carlos Illescas (1918-1998), que los contertulios de entonces debieron oír el poema en el café muchas veces para ver si descubrían “el menor asomo de una cacofonía o la aparición imprevista de una paronomasia”. Al conocer el texto, el poeta español León Felipe sentenció bíblicamente: “A ese hombre hay que joderlo, no merece el perdón de Dios”; el poeta y mentor nicaragüense José Coronel Urtecho, diría a Mejía Sánchez en Managua: “Todo mundo va a creer que se cogió a su hermana pero por favor no vaya a romperlo”.

Poco después el poema, fatigado del olor del café, se publicó en la revista Sur, que dirigía Victoria Ocampo, en Buenos Aires. La recomendación vino de Xavier Villaurrutia.

No está de más decir que varios de los jóvenes de la peña (Arreola, Illescas, Monterroso y Mejía Sánchez), ya comentaban en el establecimiento, entre asombrados o maravillados, los ensayos y los cuentos fantásticos de Jorge Luis Borges, lustros antes de la celebridad cosmopolita del gran hacedor argentino, y estaban al tanto de la revista Sur y de las editoriales sudamericanas.

Illescas recuerda a Scorza y Durand beber todo el tiempo del venero femenino. “Se la pasaban en pláticas infinitamente ociosas sobre las mujeres que conocían. Durand contaba hasta el más ínfimo detalle de su itinerario sentimental: ‘Hoy me vio así’, ‘Hoy me guiñó un ojo’, ‘Hoy, al fin, me habló’...” Durand tenía un oído musical de privilegio, de memoria mozartiana, y fue autor de un precioso libro de prosas (Ocaso de sirenas); Scorza, cuando ya era un novelista de renombre internacional, murió en 1983 en un accidente aéreo, en el aeropuerto madrileño, junto con el crítico uruguayo Ángel Rama, la crítica de arte colombiana Marta Traba y el iconoclasta escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia.

La historia en el cafetín acabó muy mal porque dialécticamente a la prestigiada clientela le sobraba talento pero le faltaba dinero. Detrás de la caja registradora, casi siempre vacía, la propietaria soltaba cada vez con más insistencia regañona una frase que parecía una máxima: “Mucha plática y poco consumo”.

Los jóvenes escritores, que no tenían afanes ni delirios crematísticos, debieron emigrar a distintos rumbos. Contra todo o pese a todo, no hay prueba de que el Toy haya mejorado su economía, y si hoy lo recordamos, si hoy recordamos a la propietaria, si hoy recordamos siquiera el nombre del establecimiento, es por esos jóvenes que tuvieron a bien ser gradualmente expulsados.