2001 / 05 ene 2018 15:30
Que yo sepa ningún cronista se ha ocupado de este escueto y raro café que tuvo una secreta importancia en el decenio de los cuarenta. Fue el centro de reunión de un grupo de poetas y escritores, nacidos en los años veinte, que empezaban a hacer sus pininos. Eran, como les decía un maestro de la Escuela Nacional Preparatoria (Erasmo Castellanos Quinto), Los Siete Poetas, jugando, con o sin malicia, con el antiguo y eterno motivo de los Siete Sabios. El grupo lo formaban Rubén Bonifaz Nuño, Jorge Hernández Campos, Ricardo Garibay, Luis Mario Guedea, Fausto Vega, Francisco Serrano Méndez y Rafael Ruiz Marmolejo. El grupo se reunía casi a diario en el café en los años que cursaron la preparatoria y la carrera de Derecho. A este grupo se añadirían posteriormente dos jóvenes: el filósofo Emilio Uranga, de muy buena formación y con hondura de juicio, y Joaquín Sánchez Mac Gregor, quien aportaba sus conocimientos de novela francesa y pintura contemporánea. Del grupo acabarían destacando en las letras tres de ellos. El primero, Rubén Bonifaz Nuño (1923), hombre nobilísimo, gran poeta y traductor impar de los clásicos griegos y latinos (Homero, Píndaro, líricos arcaicos, Lucrecio, Virgilio, Catulo, Propercio, Horacio), y cuyos libros Los demonios y los días, Fuego de pobres, La flama en el espejo y Albur de amor, pertenecen a la gran memoria de la poesía mexicana del siglo xx. El segundo, Jorge Hernández Campos (1921), autor de un poema memorable, “El Presidente”, que toma como siniestro modelo a Miguel Alemán, mandatario de México de 1946 a 1952, pero cuyos rasgos y actitudes son una síntesis de los presidentes mexicanos. “No es sátira: participa de la imprecación y de la épica, de la elegía y de la historia [...] En su centro, un mito poderoso, sombrío y pérfido”, dijo del poema Octavio Paz en el prólogo de Poesía en movimiento (1967), la mejor antología de poesía mexicana del siglo xx. El tercero, Ricardo Garibay (1923-1999), terminaría escribiendo sus más vivas piezas en la novela y en la crónica. Recordemos al menos su aplaudida novela, La casa que arde de noche, de 1971, sus crónicas recogidas en libro acerca de un ídolo del box (Rubén el “Púas” Olivares) y otras sobre las dos o muchas ciudades que hay en el centro turístico por excelencia del país (Acapulco).
El local de La Princesa se hallaba situado en la calle de Argentina, a la vuelta de la Escuela Nacional Preparatoria y a poco más de una calle de Jurisprudencia. En la parte de abajo se encontraban los clientes habituales, y arriba, en el furtivo tapanco, se demoraban las parejas amarteladas. El café pertenecía a un matrimonio, que aparte de su bondad indiscutible, tenía cada uno apellidos que eran veta y fuente para el ingenio de todo buen mexicano: él, un griego llamado Juan Papas; ella, una mujer de hermoso tipo nacional, que, gracias al matrimonio, se volvió Margarita Jugo de Papas. En el local se servía café turco y toda la década de los cuarenta resistió el precio de quince centavos.
La Princesa acabó siendo, como el Café de Nadie, el Toy o la Nueva China, como la mayoría donde se han reunido escritores mexicanos, algo que podríamos llamar el café de un grupo literario y no un café literario para grupos.
En el café los jóvenes se ocupaban y se preocupaban en hablar menos de las materias jurídicas que de sus diarias lecturas literarias. Acostumbraban leerse sus poemas y textos mientras bebían su café cargado y fumaban sin cesar. Las conversaciones literarias eran a menudo sobre miembros de la Generación del 27 española (Lorca y Alberti), sobre los Veinte poemas y las Residencias del chileno Pablo Neruda, y sobre poetas mexicanos como Ramón López Velarde, Carlos Pellicer y Jorge Cuesta. Admiraban hasta la veneración la poesía de Rainer Maria Rilke, el Ulises de James Joyce y La montaña mágica de Thomas Mann. En algún momento llegaron a formar un círculo para leer y examinar la saga proustiana de En busca del tiempo perdido.
“Era un grupo muy sufriente. Éramos a la vez pobres y ambiciosos, lo que es una contradicción. Desde luego la principal causa de nuestro sufrimiento lo representaban las mujeres”, evoca Rubén Bonifaz Nuño. Bonifaz cuenta asimismo un hecho que modificó su manera de escribir. A la hora de redactar los poemas de La muerte del ángel (sería 1944) acostumbraba emborracharse con tequila. Se lo comentó en el café a Vicente Magdaleno –hermano del novelista Mauricio–, quien había sido su profesor de literatura en la preparatoria. Éste respondió con una pregunta cáustica: “¿Y por qué no bebes champaña y escribes los valses de Strauss?” “Desde entonces –dice Bonifaz Nuño–, no volví a tomar una copa a la hora de escribir.”
La tertulia era en la mañana pajarera y las once la hora habitual.
La Princesa ya no existe. Al descubrirse las ruinas del Templo Mayor de los mexicas se demolieron los inmuebles de la manzana para dar paso a las excavaciones.