2001 / 05 ene 2018 15:25
La famosa casa o palacio se remonta hasta 1524, tres años después del triunfo de los españoles. Entonces no era de azulejos ni del tamaño actual: apenas abarcaba la esquina de Madero y Condesa. Los dos primeros propietarios fueron Hernando de Ávila (1524-1528) y el matrimonio de Luis de la Torre y Beatriz Marmolejo (1528-1598). La compró don Diego Suárez de Peredo, quien la heredó a su hija Graciana, quien se casó por el 1616 con Luis de Vivero, segundo Conde del Valle de Orizaba, en el templo de San Francisco de la ciudad de Tulancingo. Desde entonces los Condes del Valle de Orizaba, ya como hijos legítimos o naturales, ocuparon la mansión. Salvo dos anécdotas que el gran cronista Luis González Obregón recobra en el tercer capítulo (“La casa de los azulejos”) de su libro México Viejo, no encontró en los siglos, cuando los Condes fueron poseedores de la mansión, nada “digno de ser impreso”. Sin embargo, si leemos entre líneas los magníficos documentos consultados por la investigadora Magdalena Escobosa de Rangel para su libro La casa de los azulejos[24] –sobre todo varios testamentos– vemos historias de litigios feroces por los bienes familiares, condes destrampados que llegaban a gastar lo que no tenían y jóvenes mujeres que por amor o placer tuvieron aventuras que les dieron hijos naturales. Todavía el 4 de diciembre de 1828, luego del terrible motín de la Acordada, cuando el Parián fue saqueado por la turbamulta, un oficial despechado, Manuel Palacios, asesinó a puñaladas en la gran escalera de la casa al ex conde Andrés Diego Suárez de Peredo. El oficial se vengó porque no lo dejaban tener relaciones con una joven de la familia. Y todavía otro caso: en 1833 ocurrió que la viuda de don Digo, doña Dolores Caballero de los Olivos, padeció un ataque de catalepsia durante la espantosa epidemia del cólera, morbo que causó en México una altísima mortandad. Se llevó el cuerpo de doña Dolores a la iglesia de San Diego. Se le veló. A medianoche empezaron a oírse ruidos en el ataúd. La ex condesa empezó a levantarse. Cundió el pánico. El lugar se vació en un momento. Llena de miedo, doña Dolores tomó un crío, y aún amortajada, se dirigió sola a La Casa de los Azulejos por la calle del Calvario (avenida Juárez). Largo rato los asustados sirvientes no quisieron abrirle. Al fin se deshizo del entuerto. Le abrieron. Cuando murió, cuando la ex condesa de veras murió, se esperó varios días para enterrarla. No fuera a darles otro susto.
Como se ve, no faltaron hechos en la historia familiar de los Vivero y Velasco y los Suárez de Peredo, como creía González Obregón; faltó quien los volviera, falta quien los vuelva, crónica o literatura.
Los Vivero y Velasco tenían en su árbol genealógico parentesco con los dos primeros virreyes de la Nueva España: don Antonio de Mendoza y Luis de Velasco. Poseían propiedades en partes de lo que hoy sería Veracruz, Puebla e Hidalgo. Con la boda de don Luis y doña Graciana “la casa principal en la plaza de San Francisco” pasó de ser una nueva posesión. Con el cuarto conde, Nicolás de Velasco y Vivero, al casarse con Isabel Francisca de Castilla, la familia se emparentó también con los descendientes de Hernán Cortés y Moctezuma ii.
“Un calavera arrepentido”, don José Xavier Diego Peredo Hurtado de Mendoza, séptimo Conde –dice un relato mezclado con cobre de verdad y oro de ficción–, picado por su padre, luego de una juerga descomunal, con el cuchillo de una frase: “¡Tú nunca harás casa de azulejos!”, se regeneró, se rompió el alma trabajando e hizo fortuna. Contra las fantasías de que el material de la casa se fabricó en China, todo hace parecer que provino de Puebla. Se revistieron las fachadas del soberbio mosaico y se mejoraron espléndidamente los interiores. La casa de los azulejos es la gala del churrigueresco.
La casa perteneció a los herederos de los Condes del Valle de Orizaba hasta el 27 de octubre de 1871, cuando los últimos dueños, aplastados por las deudas, debieron vender. La compró primero un abogado, Rafael Martínez de la Torre, latifundista y defensor de Maximiliano. A la muerte de Martínez de la Torre, en 1877, los familiares, también con pilas de deudas, la vendieron a Felipe Iturbe y Villar, cuyos descendientes fueron los propietarios hasta 1978, cuando la vendieron a su vez a los hermanos Sanborns, que alquilaban el inmueble desde 1919.
Habiendo sido desde 1524 casa particular, en 1892 cambió sus funciones: se volvió el Jockey Club. Representaba en emblema el fulgor aristócrata del porfiriato. Había en el Club bebidas importadas, cocina internacional, juegos de azar, salas para todo tipo de ocio.
Quizá José Juan Tablada fue el intelectual mexicano que conoció más a fondo la vida del Club porfiriano dentro del “palacio que viejos y exóticos llama[ba]n La Casa de Porcelana”.[25] Trató al rumbo y trueno de la aristocracia nacional y lo retrató con benevolencia –entre otros a Sebastián Camacho, Tomás Braniff, Guillermo Barrón y Guillermo Landa y Escandón– en los capítulos xxxi, xxxii y xxxiii de sus citadas memorias.
En el lugar acostumbraba aparecerse también Manuel Gutiérrez Nájera, o, como dice Salvador Novo, el Jockey Club representaba el punto final de sus caminatas, o afrancesadamente, de su “flaneo”. ¿Quién no recuerda la quinteta de su poema la “Duquesa Job”, pieza que para José Emilio Pacheco es “el primer augurio firme de modernismo que se da en México”?[26]
Desde las puertas de La Sorpresa
hasta la esquina del Jockey Club
no hay española, yanqui o francesa
ni más bonita, ni más traviesa
que la duquesa del Duque Job.
Tablada evoca cuando en su juventud los amigos miraban pasear por Plateros a ilustres personajes de la vida pública, principalmente al Duque Job, “con su habitual flor en el ojal y su puro en la boca”, con el sombrero de seda y guiñando los ojos de miope. Lo acompañaba siempre su gran amigo Manuel Mercado. Pero Gutiérrez Nájera también asistía al exclusivo club. Si como dice Manuel José Othón en una carta a su esposa Josefa, Gutiérrez Nájera iba a presentarlo en él, quiere decir que el Duque Job era no sólo un asiduo del establecimiento, sino también tenía autoridad.
La piqueta porfiriana no descansó en la última década. En 1904, cuando se amplió Cinco de Mayo, no sólo se demolió absurdamente el Teatro Nacional, sino La Casa de los Azulejos perdió 98 metros cuadrados.
En 1915 Venustiano Carranza cedió el inmueble. De morada de condes y lugar exclusivo de la aristocracia pasó a Casa del Obrero. Sin embargo, en septiembre de 1916, a causa de las discordias infinitas entre los gremios, la organización desapareció. La casa de los azulejos quedó en el abandono. No por mucho tiempo: menos de tres años más tarde, en enero de 1919, ante el escándalo de ingenieros y arquitectos y de ciudadanos de conciencia, el recinto, alquilado por los hermanos Walter y Frank Sanborn, se convirtió en farmacia, droguería y restorán. Se reformó el edificio pero las autoridades cuidaron que no se alterara el carácter del inmueble. No era raro: lo estadounidense seguía avanzando y desplazando en ciudad de México a lo francés.
Hacia los años veinte, aquel primer Sanborns histórico, ya se había convertido en punto de convergencia de políticos, periodistas, artistas y empresarios para desayunar, almorzar o tomar café. En 1925, el propietario, Francisco Sergio de Iturbe, encargó a José Clemente Orozco un mural para el cubo de la escalera de dados de la casa. Llamada “Omnisciencia”, la pintura aún perdura intensamente.
El grupo de jóvenes, que en 1927 fundó una revista básica de nuestra literatura moderna (Contemporáneos), no escapó al magnetismo. Salvador Novo rememora en Cocina mexicana el Sanborns de los “alegres veintes”, esa década cuando ciudad de México contaba apenas con 900 000 habitantes. Todos los testimonios y crónicas de los años diez y veinte (baste registrar, al menos, las páginas de Alfonso Reyes en Visión de Anáhuac y de Martín Luis Guzmán en El águila y la serpiente y La sombra del caudillo) describen una ciudad luminosa y transparente, que hace mucho tiempo dejó de serlo, para convertirse, según se vea, en un gigantesco laberinto o en un infierno con múltiples círculos a los que sólo es dable descender inermes.
Novo evoca lo vivido hacía más de cuarenta años como si lo estuviera viviendo en ese instante: “Pero la moda es Sanborns. Acaba de instalarse en lo que nos dicen que era el Jockey Club, y lucen los muros del patio convertido en gran comedor, bordeado en ángulo por caballerizas y lleno de mesas sueltas hasta la fuente iluminada, una arrobadora decoración de pavos reales y paisajes. Los jóvenes poetas que años después pasarán a la historia como los Contemporáneos –Jaime Torres Bodet (1902-1974), José Gorostiza (1901-1973), Bernardo Ortiz de Montellano (1899-1949), Enrique González Rojo (1899-1939), Xavier Villaurrutia (1903-1950) y el que habla (1904-1974)– se dan todos los sábados el lujo de ir a comer a Sanborns por algo así como cinco pesos por persona. Paladean novedades como el corn beef hash y la ensalada de frutas con cottage cheese. O entre semana, si van a merendar, las tostadas Melba, delgadas, duras y fuertemente espolvoreadas con canela –o un ice cream soda”.
Fuel el principio del impresionante éxito. A la verdad no conozco poeta, escritor o artista que alguna vez no haya desayunado, almorzado, cenado, tomado un café o bebido una copa en el Sanborns de los azulejos.
Otros cafés de los “alegres veintes” que cita Novo, son Lady Baltimore, en calle Madero casi esquina con San Juan de Letrán, el bello Café de Tacuba, en la calle del mismo nombre, La Flor de México,[27] en Bolívar y Venustiano Carranza, el Café Oriental y los cafés de chinos, que crecían como la mancha urbana y los mismos chinos.