2001 / 30 nov 2017 13:53
Según una crónica de 1806, o sea cuatro años antes del inicio de la guerra de Independencia, se leía: “Los cafés no han servido en México sino para almorzar y formar un rato de tertulia; las disensiones literarias empiezan ya a tener lugar en ellos” (La Gaceta). Si bien los cafés habían nacido en la ciudad a fines de siglo xviii, es en el xix cuando adquieren carta de residencia. El primer local de que se tiene noticia (se habla de otros pero los datos no son confiables) es el Café de Manrique, “establecido en 1789 en la calle del mismo nombre (hoy República de Chile) y que llegó hasta 1911”, refiere Clementina Díaz y de Ovando en su libro.
Lo cierto es que ya desde la primera década del xix había en la ciudad un número importante de cafés. Sin embargo sólo pisamos tierra firme en cuestión de documentación varios años después de la declaración de Independencia y de manera más precisa en el decenio de los treinta. Algunos cafés eran punto de convergencia, como el Café del Sur. Es el establecimiento sobre el que Guillermo Prieto se extiende más es sus espléndidas y coloridas Memorias de mis tiempos, retrato excepcional de la vida y la sociedad capitalinas entre 1828 y 1852. El comercio se hallaba situado en el portal de los Agustinos, a un costado de la Plaza Mayor, en la calle Tlapaleros, y el rubro estaba escrito en una de las vidrieras. En la década de los treinta se reunía allí –dice Prieto– “lo mejor y más granado de nuestra sociedad”.[7] Si lo mejor y más granado es lo que él enumera no andaría muy bien la sociedad postindependentista. Revísese parte de los asistente que enlista Prieto: “Militares retirados y en servicio, tahúres en asueto, vagos consuetudinarios, abogados sin bufete, politiqueros sin ocupación, clérigos mundanos y residuos de cavachuelas, garitos y juzgados civiles y criminales”. Por fortuna, o por un nuevo infortunio, añade en esta lista políticos, toreros, literatos y gente de teatro. Pero los literatos de que habla Prieto son más bien, por lo que expone, aficionados o lectores de literatura que se entusiasmaban con la lírica de los poetas sonoros de la época (Tagle, Navarrete, Couto y Carpio).
El local era escueto y pobre. En su interior había mesas de madera corriente cubiertas de hule y las sillas de tule. Difícilmente entraba la luz a través de las vidrieras. El local tenía dos puertas de entrada y un gran farol entre las dos puertas.