Considero que el primer asunto al que tendría que responderse es por qué incluir en una historia de la literatura al sermón, cuando tal vez sea el discurso más claramente relacionado con el mundo religioso sin más, y con la oralidad por definición. Me parece que la vía para pensar en esta paradoja es precisamente la de aclarar el proceso por el cual se dio un verdadero “desdoblamiento”, desde lo religioso hacia lo artístico, y desde lo oral hacia lo impreso, en parte de la prédica. Para poder plantear en estos términos el asunto, ciertamente tendría que admitirse que la literatura es un arte, y que el arte como un espacio autónomo emergió sólo a partir del siglo xvii.[1] Además, en sentido estricto, también habría que concebir la literatura en el espacio de la escritura, y no como parte del mundo de la oralidad. Por otro lado, habría otra distinción que establecer a priori: no todo sermón, aun escrito, podría incluirse en el espacio literario: el ámbito de la predicación ha sido más amplio y variado de lo que parece a primera vista. Me parece que sólo las piezas producidas en el espacio de la retórica sacra, en las que hay una preocupación por el estilo, podrían incluirse en los discursos literarios, y habría y sigue habiendo una serie de sermones cuya intención comunicativa, factura y recepción no cabrían en el espacio del arte. Los catecismos, considerados la mancuerna del sermón, estarían en este último caso, y no pueden quedar incluidos en la literatura.[2]Véanse estos dos ejemplos de catecismos: 1] Ignacio Paredes, Doctrina Breve sacada del Catecismo Mexicano que dispuso el P. Ignacio de Paredes de la Compañía de Jesús. En Arte de la Lengua Mexicana, México, Manuel Antonio Valdés, 1810. En náhuatl y sin ejemplos. Contiene lo siguiente: Instrucciones para persignarse, padre nuestro, ave maría, el credo, la salve, los mandamientos de la ley y de la santa iglesia, los sacramentos, las obras de misericordia, doctrina pequeña, acto de contrición, fiestas de los indios, ayuno de los indios y el alabado en mexicano. 2] Geronymo de Rosales, Caton Christiano y Catecismo de la doctrina Christiana: para la educación y buena crianza de los niños, y muy provechosa para personas de todos estados, compuesta por el P. Geronymo de Rosales de la Compañía de Jesús. Añadido con ejemplos. Reimpreso en México, en la Imprenta Nueva de la Bibliotheca Mexicana, enfrente de San Agustín, 1761. Como ejemplo de “la señal de la Santa Cruz” dice lo siguiente: “San Gregorio Magno refiere, que un Sto. Presbítero llamado Amansio, con la señal de la Santa Cruz mataba todo animal ponzoñoso” (pp. 2-3). Para ejemplificar el credo utiliza el siguiente pasaje: “Manifestó Dios la omnipotencia de este Mysterio, permitiendo, que un rustico, que no sabía el credo, un Buey con que araba se lo advirtiesse” (p. 6).
¿Qué entendemos por un sermón?
¿Qué entendemos por un sermón?[3]
En el transcurso de los siglos, si bien el núcleo del propósito del sermón se ha conservado en el seno del cristianismo, su concepción como género se ha transformado, e incluso podríamos hablar de subgéneros.
En latín clásico la palabra sermo tuvo varias acepciones: discurso común, conversación, discusión familiar, todas ellas unidas por lo informal. Para los santos padres latinos significaba comúnmente discurso, otras, a veces adjetivado, significaba la palabra de Dios administrada como plática, catequesis o admonición. Con el significado que hoy le damos aparece hacia el siglo xii con el llamado “sermón temático”. No obstante, los términos que se empleaban para designarlo seguirían siendo varios y en algunos casos ambiguos, incluso todavía en el siglo xviii. El de “discursos predicables” parece haber sido el más común en esa época, y el de “sermón” se usaba más bien para los “sueltos”; “plática” parece haberse reservado a las conferencias espirituales y retiros; “oración evangélica” es otro sinónimo de entonces. Sin embargo, el término “consideraciones” se usaba tanto como sinónimo de sermón cuanto para designar las publicaciones de un grupo de meditaciones litúrgicas modeladas a partir de los ejercicios ignacianos. Otros más tomaban este término para referirse a la división interna del sermón.[4]
Tampoco la extensión era uniforme. El sermón publicado era ciertamente más extenso que el predicado, que en general duraba una hora, máximo hora y media; los sermones de esta duración se reservaban para el domingo en la tarde o para las celebraciones de santos y festividades especiales; en las homilías se ocupaban cinco a diez minutos, y se exponían antes o después del credo. En términos impresos, el “tratado” puede prestarse a confusión, pero en general es más largo que el sermón, no tiene “salutación” ni “oración”, y tiende a incluir más referencias profanas y populares, poesía y exempla. Así, el sermón puede reconocerse en que propone e ilustra una cierta unidad temática o proposicional, en tanto que la “homilía” puede considerarse un sermón puesto que tiene un argumento o una aplicación unificados.
Vemos entonces que ni la nomenclatura ni la extensión son criterios suficientes para distinguir un sermón. Lo que lo caracteriza fundamentalmente es una forma particular o dispositio,[5] que aparece más o menos constante a lo largo del tiempo y que se relaciona con la estructura. Otro elemento que nos sirve para ir delimitando este género es la “materia del sermón”, o sea el asunto del que trata. Su núcleo propiamente dicho es la Sagrada Escritura, y más concretamente el evangelio del día. Sobre este principio general no había controversia alguna; Cristo dijo: Praedicate evangelium. Algunos tratadistas señalaban a los predicadores la obligación de predicar “materia moral” o “materia doctrinal”. Aquí el término “materia” está usado un tanto impropiamente, ya que lo moral, lo doctrinal o lo político se halla en las “aplicaciones” prácticas que se obtienen de la prédica como tal. En esta tónica, la materia se tomaba de las Sagradas Escrituras y de sus comentaristas autorizados; a ellos se refieren los textos cuando hablan de las “autoridades”.
Además de la materia principal de la predicación y del argumento central del sermón –para lo cual se prefería en general el Nuevo Testamento– se usaba el Antiguo Testamento como fuente de citas de autoridad, ejemplos, historias y símbolos. Los predicadores conocían la Escritura a través de la lectura directa, pero en general se recurría a sermonarios, promptuaria conceptuum y loci communes ad conciones, que facilitaban la consulta y la elaboración del sermón.
La otra fuente indispensable del sermón eran las “autoridades”. A partir de ellas se formaba todo el andamiaje argumentativo del sermón, y mientras más docto se fuera en su conocimiento más garantías se tenían de “ajustarse” a la ortodoxia.
Había una jerarquía de “autoridades”; sin embargo cada época dio un peso diverso a cada una de éstas. A las escrituras le seguían los santos padres (Hilario, Cipriano, Ambrosio, Agustín, san Juan Crisóstomo, Gregorio Nacianceno, Orígenes, Basilio, etc.) para la recta comprensión y exposición del Evangelio; en ello estaban de acuerdo todos los preceptistas, ya que aquéllos habían contado con auxilios especiales de la gracia divina para penetrar en los misterios de las escrituras. Eran guías para la lectura de la Biblia, fuente de doctrina e incluso maestros de elocuencia para algunos. No se jerarquizaban entre sí, sino que cada predicador podía elegir el que mejor se acomodase a su perspectiva bíblica, la materia y el estilo de su prédica. Los doctores de la Iglesia seguían en términos de autoridad. Al ser reafirmada la escolástica, en el siglo xvii, la influencia de Aquino fue tan fuerte que eclipsó la de sus pares.
La mayor parte de los preceptistas aceptaban que el predicador había de tener firmes conocimientos de teología; sin embargo el espacio de la predicación no era el apropiado para las más sutiles disquisiciones teológicas; de hecho este punto se volvió muy delicado en el ambiente de la contrarreforma, en el que los mismos predicadores temían caer en consideraciones que pudieran interpretarse como heterodoxas. Los únicos sermones en los que se aceptaba se tratasen estos asuntos eran los dirigidos al clero y los llamados “universitarios”.
El ingenio es para las cátedras, en que se disputan y averiguan las doctrinas y se resuelven las verdades, pero en el púlpito se persuaden las execuciones de las practicables
afirmaba fray Pedro de Miranda en 1665.[6]
En sentido estricto el concepto de “autoridades” se limitaba a las fuentes arriba citadas. El uso de autores clásicos (“autores gentiles”) o escritores contemporáneos (“letras humanas”) era asunto generalmente muy delicado y controvertido a nivel de la preceptiva, aunque en la práctica era más libre. Todos los tratadistas, hombres eruditos de su época, habían leído a los clásicos, ya fueran retóricos, poetas, filósofos o naturalistas; de hecho bien sabían que tanto los santos padres como los doctores de la Iglesia, en general, se habían alimentado de estas fuentes, pero otra cosa era recomendarlos como autoridades en la composición de los sermones, en lo cual eran especialmente cautos. La opinión más extendida en la Iglesia postridentina era la que admitía el uso de filósofos y naturalistas, y el rechazo de fábulas y versos. También se hizo menor el uso de la cita clásica directamente en griego o latín, ya que desde el siglo xvii el humanismo en gran medida había quedado atrás y, como consecuencia, también el conocimiento profundo de las lenguas relacionadas con él, e incluso había radicales que identificaban las letras clásicas con la herejía. A partir de entonces se recurrió más bien a compendios y citas de segunda mano, aunque ciertamente hay excepciones muy notables. Cuando era el caso, el alarde de erudición era inmenso, si bien estas citas aparecían en la publicación y no en la exposición oral.
Ahora bien, es muy importante aclarar que la preceptiva religiosa y la ortodoxia eran letra muerta, en muchos casos, en el espacio de la preparación y la predicación de las piezas de retórica sacra, y por el contrario, justamente en el propio corazón del fenómeno barroco y del surgimiento del sermón como arte literario está el que he llamado su desdoblamiento, en el que si bien se conserva por un lado su función catequética, por otro su emergente función artística está obviamente vinculada con las “letras humanas”, a las que los grandes predicadores acudían con fruición, en muchos casos sin mayor observancia de las prohibiciones y recomendaciones eclesiásticas.
Ni predicadores ni preceptistas discutían públicamente que la predicación tuviese como fin el aprovechamiento espiritual de los fieles. Antes de Trento estaba presente tanto en el adoctrinamiento de las verdades de la fe como en la práctica de las virtudes y el rechazo de los vicios; sin embargo, a partir del concilio, dicho fin se redujo a sólo “desarraigar vicios y plantar virtudes”.[7]
La “materia del sermón” se dividía del siguiente modo: en primer término estaba “la materia común”, esto es, novísimos, virtudes teologales, mandamientos, temor de Dios, castigos, oración y penitencia, sacramentos, devoción mariana; en segundo iba una “materia” más difícil y específica, que había de tratarse rara vez y con mucho tacto, y para un público fundamentalmente clerical, esto es, herejías, papado, misterios, justificación.
La materia predicable se elegía también según el auditorio, e incluso se clasificaba a los predicadores según sus destinatarios, de “villa y corte” y de “plaza y pasión”, estos últimos eran los que “movían a lágrimas” predicando la pasión de Cristo llanamente, y eran tenidos por mediocres, en tanto que había los que predicaban materias sutiles al modo cortesano. Ya desde este modo de clasificar pueden empezar a dibujarse grosso modo las dos posturas que privarían a lo largo de los siglos xvii y xviii en relación con la finalidad de la prédica.
Las controversias y puntos de vista encontrados respecto a cómo llevar al púlpito la “materia predicable” se prolongaron desde el siglo xvi y durante todo el periodo barroco, al grado de que a veces parecen no haber sido contemporáneos los que opinaban sobre el tema, pues mientras unos comentaban que había un exceso de libertad en la elección de la materia, otros se quejaban de estar restringidos a sólo el Evangelio y no poder salir de la lección que la Iglesia proponía para un día determinado.
Los tres elementos constituyentes del sermón y subordinados entre sí son el tipo o clase, que se relaciona preferentemente con el tema; en segundo lugar está el modo, que se vincula con “la estrategia”, y por último la estructura, ligada al proceso interno del discurso. También había la división relacionada con los “géneros” de la retórica: demostrativo, deliberativo y judicial; sin embargo, dada la dificultad de encontrar una correspondencia precisa entre los dos tipos de discurso, había muy diversas posturas ante ello entre los propios autores de la época; de ahí que la mayoría ignorara esta división en términos clasificatorios, aunque para algunos tenía importancia teórica. En general para la oratoria sagrada los tipos de sermones se reducían a dos, el deliberativo, que Granada llamaba “suasorio” y “disuasorio”, y el demostrativo, apto para panegíricos. De hecho cualquier sermón entraba en el primer género, ya que su fin en última instancia era persuadir hacia las virtudes contra los vicios, pero concretamente eran más propios de este propósito los del llamado “tiempo ordinario”: Adviento, Cuaresma y Pentecostés. A la segunda clase correspondían más bien los de alabanza, que incluyen el santoral del año litúrgico: fiestas del Señor, la virgen y los santos. A partir de esta distribución se pueden consignar distintos tipos de sermones.
El predicador debía limitarse a comentar la letra del Evangelio en el caso de la liturgia del tiempo ordinario, de las fiestas del Señor y de algunas de la virgen que tienen evangelio propio, y sólo en casos especiales elegía un tema acorde con los fines de la circunstancia de la que debía predicar: exequias, patronazgo, profesión religiosa, e incluso en la fiesta de algún santo y de ciertas conmemoraciones marianas. Así, en términos temáticos tenemos cinco tipos de sermones: de tiempo ordinario, de Cristo, de la virgen, de los santos y circunstanciales. Dentro de estos últimos están, por ejemplo, los de honras fúnebres, que a su vez pueden clasificarse, en atención al sitio que el difunto ocupaba en la estructura estamental de la sociedad, en oraciones fúnebres de plebeyos, de dignidades eclesiásticas y civiles, y de nobles y miembros de la casa real, si bien había una serie de características comunes a todos ellos.[8]
El modo resulta de la estrategia que se adopta ante la materia del sermón. Dos eran fundamentalmente los modos de predicar, abordando en el sermón “un solo tema” o “postillando el Evangelio”, y así todo lo que se hiciera en este ámbito no serían sino variaciones de estos dos modos, que tienen su origen ya en la edad media. El sermón temático empezaba con un breve texto escriturario tomado de las lecturas litúrgicas del día en los evangelistas o la lección del día; se ligaba pues al ciclo de la misa; el texto se llamaba “tema”. En lugar de una lectura completa, como la hacían los predicadores anteriores, este método –considerado “moderno” por los escritores de manuales de entonces– tomaba sólo una frase completa o una sentencia en su punto de inicio. Después introducía el “protema”, que estaba vagamente definido, pero que era una segunda cita, usualmente de la escritura, no necesariamente de la liturgia del día, pero tópicamente relevante para el mensaje general del sermón. En seguida se introducía el tema y se empezaba su expansión o “amplificación”.
El sermón temático fue ciertamente usado en esta época, pero se restringía más bien a los auditorios especializados en teología; sobre todo era el modo de predicar en las universidades. Por otra parte, se convirtió en una bandera para oponerlo al “postillado”, que se puso entonces de moda, y en una especie de ideal de los tiempos de la “predicación evangélica”.
Frente a éste estaba el sermón “postillado” o “apostillado”, llamado así por apostillar el evangelio (se entendía exponer la letra del mismo), y en realidad no se trata de un nuevo modo de predicar sino que también proviene de la “homilía” medieval.
Desde el punto de vista de la teoría de la predicación podría pensarse que no hay grandes cambios en un género que cuenta con una doctrina y una práctica ancestrales; sin embargo el afán de novedad, de curiosidad y de ingenio propios del barroco pudieron romper barreras en forma insospechada en la elaboración de sermones, aun en aspectos tan tradicionales como éstos. Si bien la “materia predicable” no podía ser transformada sustancialmente, ya que las escrituras y la liturgia representaban un límite irrebasable, el espacio en el que el predicador podía ejercer sus capacidades creativas estaba en el modo y la estructura con que las abordaba; así, al hablar de este punto empezamos a internarnos en un ámbito que deja de ser puramente técnico y comienza a darnos cuenta del contexto sociorreligioso en el que se inscribe la prédica en cuestión. La controversia sobre cuál era el mejor “modo” de predicar estuvo presente en todo el periodo, y en la realidad se dio una práctica intermedia, una forma híbrida entre la “postilla” y el “sermón temático”. Ello refleja, más que otra cosa, los cambios de la época postridentina y de la sociedad cortesana, ya que las consideraciones, discursos o puntos en que se dividía el cuerpo del sermón se abordaban sin entrar en el razonamiento teológico, tal como los tiempos lo pedían, y cuidando más el estilo que el contenido. Así quedaba doblemente abonado el terreno para la emergencia de la prédica como arte.
La estructura equivale a las partes que componen el sermón: exordio, narración, división, confirmación, refutación y conclusión.[9] La dispositio, distribución clásica del discurso, gravitaría sobre los posteriores tratadistas de la oratoria sacra, ya que la “distribución armoniosa” de las partes dentro del todo era capital tanto para los fines lógicos y estilísticos como para los persuasivos; el orden elegido debía adecuarse a los fines del discurso. Por ejemplo, fray Luis de Granada comentaba que principio y final debían dirigirse a la voluntad del oyente, para captarla o moverla respectivamente, y en el centro tenía que estar la materia del discurso, “el asalto a la fortaleza del entendimiento”. Algunos preceptistas analizaban cada una de estas partes, otros sólo dividían el discurso en tres: introducción, cuerpo del sermón y conclusión. De todas formas, la estrategia del sermón estaba dada por el género, el modo y la materia, y cabe indicar que los predicadores del barroco distribuían las partes del sermón en forma bastante libre, y aun el mismo predicador variaba ésta según el caso.
Más general que las divisiones mencionadas del discurso oratorio, había otra que lo seccionaba en dos grandes partes, proveniente también de la retórica clásica, y que tenía un fundamento lógico y otro psicológico; una encargada de convencer a través del entendimiento y otra que debía doblegar la voluntad. Este concepto, a la vez partitivo y unitario, lo heredó la predicación. El símbolo clásico de la unidad intrínseca de las partes del discurso era el árbol; se encontraba ya en las ars praedicandi medievales atribuidas al seudo Tomás de Aquino, y continuaba apareciendo entre los predicadores de la época. Menos conocido es el símbolo del panal que labraban las abejas, y que también simbolizaba la unidad del sermón, para cumplir con los fines de la rectitud de la prédica, según unos, o con la unidad de las partes diversas al servicio de un solo tema.
Relaciones entre modos y estructura
Los sermones de un solo tema se prestaban más a la división clásica mencionada. Debían constar de estas cuatro partes: exordio, narración, confirmación y epílogo; el primero y el último se encaminan a captar y mover las conciencias; las otras dos, a enseñar y convencer el entendimiento. Estas cuatro partes se reducían a tres en los de postilla: salutación, introducción y cuerpo del sermón. En la práctica más o menos todos los sermones se adaptaban a esta estructura. Hay que señalar que en muchas ocasiones el editor o aun el propio predicador modificaban la estructura del discurso predicado, y suprimían alguna parte “por sabida”, la salutación o el epílogo, por ejemplo. Tampoco hay que olvidar que el cuerpo del sermón podía subdividirse hasta en nueve secciones.
Fray Tomás de Llamazares aconsejaba al respecto, en su Instrucción de predicadores, de 1688, lo siguiente:
El cuerpo del sermón sean tres o cuatro consideraciones o discursos por lo menos y a lo sumo siete o ocho arreo. Lo demás sea moral. Discursos prolixos cansan. La consideración o discurso que dura un cuarto de hora es harto largo; si de aí pasa, intolerable.[10]
Los preliminares
Comprenderían las distintas denominaciones que los predicadores daban a la parte del sermón que precedía a las consideraciones o discursos. Esta parte se conformaba con el tema, la salutación o introducción, la división y la petición de gracia o Ave María. Entre la salutación y la introducción no parece haber habido diferencia; se usaban indistintamente y equivalían al exordio clásico.
Cuerpo del sermón
Después de los preliminares, el predicador procedía a dividir la oración, explícita o implícitamente, en discursos o consideraciones. Algunos señalaban tal división en los preliminares, en tanto que otros lo hacían al comienzo de las consideraciones.
Consideraciones o discursos
Ésta es la parte principal del sermón; aquí se entraba ya de lleno a la materia: desarrollarla, probarla y deducir las aplicaciones. La retórica clásica llamaba a esta parte central argumentatio, la cual dividía en dos: probatio y refutatio, confirmatio y confutatio, confirmatio y reprehensio, según la denominan diversos autores. Esta división bipartita era lógica, ya que el orador, después de presentar las pruebas de la causa, tenía que defender las favorables, y destruir las que no lo eran.
¿Cómo debía elaborarse un sermón?
Los manuales y tratados que establecían las reglas para la elaboración de los sermones se remontan a la edad media, y pertenecían al género de las ars praedicandi. Muchas veces se usa el término para connotar una gran variedad de materiales de predicación y auxiliares que estrictamente no entran en la definición de un ars.[11] Ello no es del todo casual, ya que por su índole religiosa cristiana no tenía antecedentes en el espacio de los géneros discursivos grecorromanos, y su relación con la retórica fue siempre compleja; no sólo en términos del ars, ya que aquélla era de orden civil, y ésta religiosa, sino que en el fondo estaba la pugna entre el mundo pagano y el cristiano.
Así, la composición de tratados que ofrecían métodos seguros y razonados entró tarde en el espacio de la predicación –en comparación con otras formas discursivas–: a finales del siglo xi, a pesar de que las referencias a la prédica en cánones y tratados de patrística reflejaban el interés por el tema desde los tiempos primeros del cristianismo. San Agustín, en su De doctrina christiana, fue tal vez el primer religioso que dio valor a las técnicas como un valor suplementario a la sabiduría espiritual e inspiración divina en la prédica.[12]
Si bien el gran espíritu de renovación hacia la retórica se originó en el renacimiento durante la primera mitad del siglo xvi, la influencia se hizo sentir en los autores sacros postridentinos; aunque sus obras no fueron expresamente de retórica sacra influyeron en ellas fuertemente. Concluido Trento, en 1563, quedaron reafirmadas las reformas a la elocuencia sacra; el peligro de una radical anatemización de la retórica por parte de la Iglesia había pasado, y la contrarreforma admitió la necesidad de una nueva elocuencia sacra sobre la base de un retorno a los santos padres, más que sobre una base medievalista y escolástica. Los teólogos del concilio admitieron la legitimidad de un “arte oratorio cristiano”, ya que la jerarquía que se preocupó por restaurar el prestigio episcopal prefirió el camino de la elocuencia que el de las propuestas de los “espirituales” –que temían por su posible abandono de la institución– cuyas exigencias de interioridad los llevaban frecuentemente a condenar el cultivo de las letras humanas.[13]
Esto no significaba, sin embargo, la aceptación unánime de la retórica como aliada de la predicación. En primer término hay que recordar que prédica y elocuencia no se identificaban o dejaban de unirse exclusivamente por motivos “teóricos”; había también condiciones sociales pragmáticas que posibilitaban o no el uso de la preceptiva. Al haber dejado de ser el ministerio de la predicación una obligación restringida a los obispos, para volverse un ejercicio de los sacerdotes en general, la variedad de los espacios de trabajo –desde las misiones de ultramar, pasando por “las plazas”, “las villas”, las pequeñas y grandes iglesias, hasta llegar a la corte– hacían posible o imposible –aunque fuera deseable– su cultivo, y de ahí la homologación de la prédica. Diversos auditorios y diferentes niveles de preparación entre los predicadores hacían distinciones de facto; en otras palabras predicación y elocuencia sacra no se recubren, la primera incluye a la segunda, y las huellas de aquélla sólo pueden recuperarse muy indirectamente.
Desde los inicios de la reforma católica hubo quien estuvo a favor del uso de la retórica y los que se oponían a ello. Dos modos de discurso quedaban polarizados: en un lado el modus scholasticus, en el otro el modus oratorius. El primero era el de los teólogos medievales, el de los doctores de la Iglesia, “que ven la verdad con penetración [...] la debaten con finura [...], la prueban con aspereza [...] la analizan con sutileza [...] y refutan con habilidad la posición de sus adversarios”.[14] Éstos no hacían ninguna concesión al refinamiento literario; el sermón temático era su expresión en la predicación.[15]
España fue justamente el espacio en el que se dio el renacimiento de la teología después del concilio. El neoescolasticismo hispánico fue el heredero de esta postura, y obviamente el bastión del anticiceronismo, en principio. Dos autores nos sirven como ejemplo de esta postura. En 1565 el hermano Lorenzo de Villavicente, eremita de san Agustín, publicó, como apéndice a un tratado de teología, De formandis sacris concionibus, en el que asentaba que la teología era la ciencia de una élite erudita, en tanto que la oratoria era su servidora, reservada a obras menores, y dirigida a una “plebe ignorante y grosera”. Iba más allá que el propio san Agustín en la separación de la elocuencia sacra y las retóricas paganas. Por otra parte, en 1575 Juan Huarte publicaba su Examen de los ingenios, en el que sustentaba sus tesis anticiceronianas, restaurando en muchos sentidos la superioridad del teólogo sobre el orador. Huarte, al lado de Villavicente, son dos claros exponentes del “contrarrenacimiento” español, que por otra parte era un “renacimiento” de los padres de la Iglesia.[16]
A la “sospecha” cristiana, en España se sumaba una desconfianza nacional hacia el paganizante renacimiento italiano y hacia la política del papado.[17] El anticiceronismo español además se vio reforzado durante buena parte del siglo xvi por el peso de Vives y de Erasmo.[18] Así, según el padre Pedro Simón Abril la retórica sólo servía para el género demostrativo, y era además “una fuente de engaños”. En sus Apuntamientos de como se deven reformar las doctrinas: Errores generales, escribía:
Sirve para tratar con el pueblo e induzillo a lo que convenga y apartallo de lo que le es perjudicial. [Antiguamente era útil; pero ahora, como dijo Aristóteles, es] perjudicial para las causas judiciales [...] y assi se juzgan los pleytos por escrito, y no por oraciones afeytadas con Retorica. El pueblo se gobierna mejor con temor y poder justamente administrado que con persuasiones. Por donde la Retorica no sirve ya sino para solas aquellas esortaciones que en los templos se hazen [...] aun en esto los predicadores siguen mas sus propias invenciones (lo que no deverian).[19]
Sin embargo, a medida que nos adentramos en el xvii las sospechas heréticas sobre Erasmo y Vives fueron diluyéndose, en tanto que la teología encontró, por medio de la retórica, “el camino de los corazones”,[20] denotando todo un cambio de ambiente. Durante el siglo xvii la retórica acabó prácticamente identificándose con la pura elocutio, y así la disputa sobre su pertinencia perdió sentido, y se convirtió en moneda de uso corriente en todo el mundo católico desde entonces hasta la decadencia de la prédica barroca, en el siglo xviii.
Dos consideraciones me parecen importantes para enfocar el sermón novohispano; en primer término la periodización, y en segundo la especificidad. No creo adecuado en este tema, como en muchos otros, aprehender el fenómeno estudiado a partir de los cortes seculares. Entre el siglo xvii y el xviii hay rupturas y continuidades que corresponden a otra lógica de análisis, y que desde este enfoque se relacionan con la consolidación de la sociedad cortesana, que a su vez está inscrita en el proceso de urbanización y de modernización temprana, así como en el paso de una cultura de la oralidad hacia otra del impreso. En esta tónica, hay un primer momento en el que la influencia postridentina se hace más patente y que llega hasta 1640, aproximadamente; más tarde emerge un periodo rico, tenso y complejo, el barroco, en el que se hacen cada vez más patentes las contradicciones y paradojas entre una sociedad tradicional y otra moderna. Esta etapa cruza las fronteras del siglo xvii y se interna en el xviii, hasta alrededor de las tres primeras décadas de éste. Así, en este tema, de lo “dieciochesco”, sólo podemos hablar a partir de entonces; de hecho, varios de los predicadores más afamados en la Nueva España del xvii siguieron publicando sermones en los primeros años del xviii. Tal es el caso de Baltasar de Mansilla, Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, Manuel de Argüello de los Reyes, Juan Martínez de la Parra, Antonio Núñez de Miranda, Baltasar de Alcocer y Sariñana, Juan de San Miguel e Isidro de Sariñana y Cuenca.
En cuanto al segundo aspecto, esto es, si existe una especificidad propia de los sermones novohispanos, tenemos que hacer algunas distinciones que a su vez se vinculan con el aspecto de la periodización. En primer término está la distinción en cuanto a contenidos, no sin antes aclarar que tal diferencia sólo se plantea en términos heurísticos, ya que la propuesta que hago para comprender la función del sermón y la lógica de su producción es justamente la del “contenido de la forma”. De hecho, los temas, en este grupo de sermones que constituyen parte de la república de las letras, los vería como síntomas del tipo de estilo en boga.[21]
En otras palabras, me parece que el contenido del sermón en términos temáticos se vuelve irrelevante para establecer su función comunicativa y su desplazamiento hacia el espacio del arte, o sea de la literatura. De hecho, después de Trento, el propósito de la predicación era el de homologar a la grey sin entrar en discusiones sobre las verdades de la teología, y de ahí los esfuerzos de la preceptiva por evitar desviaciones de los principios conciliares aceptados para todo el mundo católico. Los recursos retóricos tuvieron cada vez más peso, e incluso la relación que se exigía entre temática y estilo –elevado o sublime, medio y bajo, según se descendía de lo divino a lo humano– poco a poco se fue diluyendo. Desde el xvii y cada vez más en el xviii, los estilos se usaban según el arbitrio del predicador, acercándose al arte, en el que el estilo está ligado al carácter del autor.[22] Incluso en el barroco parece existir una relación entre el estilo y el público, y no vinculada la temática.
De hecho, si bien parte de la creciente publicación de sermones en el siglo xvii se debe a la creciente demanda de ellos por los mismos predicadores, quienes los utilizaban, sueltos o reunidos en los sermonarios, para la preparación de sus propias intervenciones, había también la incipiente formación de una república de letrados, y ciertamente la pertenencia a ella se adquiría a través de la publicación de las piezas oratorias. Estas publicaciones circulaban libremente de una ciudad a otra, de un país a otro, e incluso cruzaban el mar, tanto en su idioma original como en traducciones a otras lenguas, ya que poco a poco el latín dejó de usarse en los sermones, y para el siglo xvii la predicación en lenguas vernáculas se hizo general. Funcionaban como verdaderos manuales de retórica sacra. Un sermón español, uno italiano, francés o novohispano, estaban elaborados con los mismos cánones y suponían un público semejante en términos estamentarios; de ahí que se tradujeran e imprimieran en uno u otro lugar indistintamente. Ahora bien, esta equivalencia, válida para el siglo xvii en general en el espacio del catolicismo, se va fracturando ya para el xviii, al enfrentarse barroco y clasicismo, y al distinguirse cada vez más la cultura de la oralidad de la cultura del impreso o, en otros términos, la sociedad tradicional frente a la moderna.
Como es sabido, a medida que nos adentramos en el siglo xviii las cosas cambian en el espacio de la cultura occidental a partir de una serie de complejos factores. De ellos me interesa resaltar el problema de la verdad, por una parte, y el de la lectura, por otra. El requerimiento de una “verdad amplificatoria”, persuasiva y no reflexiva[23] –propia de la retórica de los afectos–, con la que funcionó la prédica postridentina, interesada en no discutir las verdades de la fe entre la feligresía, y a partir de la cual se elaboraron los grandes sermones del barroco –tanto la “prédica de las pasiones” como la “conceptuosa”–, dejó de ser necesaria a medida que la amenaza reformadora se alejaba y se instituía la sociedad de la cultura del impreso y, con ella, la verdad argumental o científica. Esto afectó indirectamente al sermón como género, a pesar de su carácter religioso que lo liga a la sociedad tradicional occidental –incluso es la quintaesencia del catolicismo–, y así podemos observar ciertas diferencias en el siglo xviii, que son sintomáticas de los cambios de la modernidad, perdiéndose con ello la homogeneidad que puede observarse en la retórica sacra que se cultivó en el siglo anterior, durante el esplendor del barroco. Es más, podríamos pensar que el abandono del “estilo barroco” en la prédica es directamente proporcional al contacto con la Ilustración. El catolicismo se fragmentó y, al igual que la modernidad, alcanzó a unos y no a otros de diverso modo –incluso dentro de cada espacio nacional–; se formó un complejo mosaico que aún estamos tratando de comprender, en el que convivieron diversos estilos de oratoria. Sin embargo, creo que en cada uno de estos espacios se puede trazar claramente una línea entre los grupos sociales que siguieron viviendo en la cultura tradicional –de la oralidad, en los términos de este trabajo– y aquellos que se insertaron en la modernidad –la cultura del impreso– de una u otra forma. La mayor parte de la sociedad novohispana perteneció al primer caso, y se puede hablar de largas permanencias prácticamente imperturbadas.
Se pueden distinguir tres retiros:
El primero, más que un retiro, es la continuidad crítica que se esgrimió desde que empezaron a utilizarse los recursos retóricos para la persuasión de la grey, por aquellos que pedían una predicación evangélica de estilo “llano” y más cercana a un auditorio sencillo. Aunque no se hacía mayor caso de ellos en la época del auge conceptista, estos ataques fueron recrudeciéndose a lo largo del siglo xvii, en la medida en que las piezas oratorias pasaron de una persuasión de los afectos al espacio del conceptismo –la llamada predicación “a lo culto”–, la cual solicitaba “la agudeza y arte de ingenio”, para usar los términos de Gracián –quien por cierto se oponía a los excesos de este tipo de oratoria sacra–, no sólo del predicador sino de sus escuchas. Creo que en este sentido se puede interpretar el lamento de Lope de Vega contra los que así predicaban:
¡Oh, palabra de Dios, cuánta ventaja
hicieron con sus puras elocuencias
Herreras, Delgadillos y Florencias
a la cultura que tu nombre ultraja!
Ya no eres fuego que del cielo baja,
mas hielo a nuestras almas y conciencias,
después que metafóricas violencias
te venden como nieve envuelta en paja.
¿Quién dijera que Góngora y Elías
al púlpito subieron como hermanos
y predicaron bárbaras poesías?
¡Dejad, oh padres, los conceptos vanos!
que Dios no ha menester filaterías
sino celo en la voz, fuego en las manos.[24]
En el segundo caso se trata más de un retiro del conceptismo, y así de la indignación se pasó a la mofa, como lo muestra la famosa obra del jesuita José Francisco de Isla en su Fray Gerundio de Campazas, en el caso español, si bien no hay que olvidar que la Inquisición prohibió el libro:
Era de aquellos cultísimos predicadores que jamás citaban a los Santos Padres, ni aun a los Sagrados Evangelistas, por sus propios nombres, pareciéndoles que ésta es vulgaridad. A San Mateo le llamaban el ángel historiador; a San Marcos, el evangélico toro; a San Lucas, el más divino pincel; a San Juan, el águila de Patmos; a San Jerónimo, la púrpura de Belén; a San Ambrosio, el panal de los doctores; a San Gregorio, la alegórica tiara. Pensar que el Evangelio y el capítulo de donde le tomaba, había de decir sencilla y naturalmente Joannis capite decimo tertio, Matthei capite decimo cuarto, eso era cuento y le parecía que bastaría eso para que le tuviesen por un predicador sabatino.[25]
En tanto que en el francés, ya desde mediados del siglo xvii, emergió el estilo clásico, cultivado por la “nobleza de toga”, que se enfrentó en poder y arte a la élite eclesiástica que cultivaba la oratoria barroca, y que lentamente adoptó este estilo en las altas esferas de la prédica.[26] La austeridad y elegancia de la retórica clásica imperó durante el Siglo de las Luces en los entornos de la modernidad ilustrada, frente a la verbosidad y grandilocuencia de la retórica asianista, mucho más ad hoc para los escritos argumentativos de corte racionalista que surgían tanto en el espacio de los saberes antiguos como en el de los de nuevo cuño, las ciencias naturales y la filosofía.
Por último hubo un tercer retiro, fenómeno que aparentemente es parte del camino de secularización propio de la época, y que referido a la Nueva España parece contradecir la afirmación de su casi total permanencia en la cultura tradicional de la oralidad. Se trata de la paulatina pero irreversible contracción de la publicación de sermones a lo largo de los siglos xvii y xviii. Véase el cuadro 1.[27]
Esta contradicción parece resolverse a la luz de dos situaciones; por un lado, la aparición del “letrado erudito”, a la vez miembro de la Iglesia e “ilustrado” –parte de la minoría moderna–, para el que el prestigio de la publicación de sus piezas de oratoria sacra competía ya con otro género de textos, tales como gacetas, noticias, manuales, historias, etc. Al respecto veamos los siguientes ejemplos: Juan José de Eguiara y Eguren, autor de la Bibliotheca Mexicana, Ensayos académicos, y Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, creador de la famosa Gazeta de México.
Por otro, el sermón como libro de espiritualidad para los lectores laicos, función que tuviera en el siglo xvii, parece haber empezado a competir también con otros géneros discursivos religiosos, en especial con los novenarios, rosarios, catecismos, septenarios, ejercicios espirituales, devocionarios, meditaciones, etc. Sirvan de muestra estos casos: Miguel de Castilla, Bartolomé de Ita y Parra –probablemente el más famoso de todos–, Anselmo del Moral y Castillo de Altamirano, Jerónimo Morales Sigala, Antonio de Paredes, José Antonio Eugenio Ponce de León y Juan de Villa-Sánchez.
Cuadro 1
Ahora bien, si de literatura se trata, es este universo impreso al que debemos referirnos, ya que el espacio de la enunciación del sermón no puede considerarse propiamente tal.[28] Así, en cuanto a las piezas de retórica sacra publicadas durante el siglo xviii –periodizadas en los términos arriba señalados– podemos observar las siguientes características.
En primer lugar, el gran siglo de la retórica sacra –el xviii– había pasado, e incluso en el mundo de los más afamados no se perciben innovaciones ni un interés explícito por parte de la Iglesia en la formación de predicadores, como el que existía en el siglo anterior. No hay nuevos manuales de retórica sacra, y los pocos que circulan son mediocres, como el Arte de sermones, para Saber hazerlos, y Predicarlos de Martín de Velasco, publicado en México por la Imprenta de la Viuda de Miguel Rivera en 1728, y la Carta instructiva a un predicador moderno, Para formar con acierto un Sermón; proponiendole por Modelo el que en alabanza del Angélico Doctor Santo Tomas de Aquino predicó en Madrid año de 1777 el Illmo. Sr. D. Felipe Beltran..., obra impresa en México en 1779. Lo que se percibe es continuidad y repetición de los cánones anteriores, aunque ciertamente las “locuras conceptistas” desaparecen, y se dan piezas barrocas construidas en base a símiles, metáforas, pero más contenidas y delimitadas; el uso de autoridades es abundante.
Por otra parte es interesante observar cómo en la serie de sermones guadalupanos, tan relevantes temáticamente en la construcción de la emblemática patria, en términos estilísticos se aprovecha el tema más bien tímidamente para elaborar amplificaciones que persuadan los afectos a favor de la causa, oponiendo virtudes contra vicios, en comparación con el siglo anterior, y más bien se recurre a la argumentación teológica y de autoridades propia del sermón temático, por lo menos hasta donde he podido ver. Obsérvese el siguiente ejemplo del mercedario Antonio Badillo de 1787:
Efectivamente: los artículos que ahora creemos, son los que (sin variar un leve punto) se han creido por mas de mil y setecientos años, y los que se creerán inmaculados hasta la consumación de los siglos, Si. Señores. Pedro es el Oráculo, que por su boca, como el mismo dice, nos ha enseñado todos los rudimentos que creemos: Elegit in nobis per os deum audire Gentes, & credere. Estos los creo yo con tal certeza, que si el Apóstol San Pablo, ó algun Angel del Cielo me predicara lo contrario, los tendría yo por unos excomulgados impostores, y me atuviera entonces á pedro y á la Iglesia. Si creyendo asi vivo en error, será Dios, no pedro (me atrevo á decirlo) Dios será el que me engaña. Y como eso es imposible, también lo es que la Iglesia, fundada en Pedro, dexe de tener firmeza, permanencia, duración.[29]
En este mismo tenor, aparecen esporádicamente algunas composiciones de lugar, pero poco elaboradas, y por ello no demasiado extensas.
Así, en conclusión, puede afirmarse que el sermón –o más precisamente la retórica sacra– como género literario fue diluyéndose al ingresar en la cultura del impreso, y ha permanecido hasta nuestros días como parte de la cultura de la oralidad, reintegrándose nuevamente en forma exclusiva a su función religiosa. Sus autores transitaron, durante el siglo xvii, del espacio puramente religioso al de la república de las letras, pero hacia el xviii tal adscripción se bifurcó nuevamente. La mayoría se insertó en el emergente lugar de la erudición, en el que se cultivaron géneros como la historia, la historia natural o la prensa periódica.
Eso es lo que ocurre, obviamente, con los ilustrados mexicanos; sirvan de ejemplo los siguientes casos: Francisco Javier Alegre, S. J. (1729-1788), José Antonio Alzate (1737-1799), Francisco Javier Clavijero, S. J. (1731-1787), Juan Benito Díaz de Gamarra y Dávalos (1745-1783), Juan José de Eguiara y Eguren, S. J. (1695-1763). De este último veamos el siguiente fragmento de un sermón, en el que es interesante observar la metáfora que utiliza y el tono racional de la exposición:
Estaba viendo Ezequiel quatro Animales mysteriosos, con otros tantos aspectos, de Hombre, de Leon, de Buey, y de Aguila: Similitudo quatuor animalium, & hic aspectos eorum... Facies heminis, &facies leonis, facies Boris, & facies aquilae; quando he aquí, que se aparece una rueda: Cumque aspicerem animali, apparuit rota una super terram, y se dexan ver hasta quatro ruedas: et aspectos rotarum... ecce quatuor rotae, junto a los mismos animales: Juxta animalia, siguiendoles los movimientos, y los passos. Andaban los animales, y andaban las ruedas: se elevaban los animales, y se elevaban las ruedas: las ruedas iban, estaban, o se elevaban, conforme se elevaban, estaban, o iban los animales: Cum eumibus ibant, &cum stantibus stabant, & cum elevatis a terra ruedas tenian un mismo espiritu, dice, y repite el texto: Spiritus enim vital erat in rotis: quia spiritus vitae erat in rotis; y explica el V. Gaspar Sanches: Ex eo vero rotarum, atque anima lium sive in gressu, sive iin quiete orebatur tanta consensio, quia uno , atque eodem agitabantur spiritu. Que los animales tuviesen espiritu, bien se entiende: porque eran de la categoría de aquellos vivientes, de quienes es propio el espiritu. Pero como podian tener espiritu las ruedas, y no cualquier espiritu, sino el mismo de los animales, siendo inanimadas, y por esso siendo el espiritu ageno de ellas? Como? Siendo su propio espiritu el ageno [...] Los quatro animales, o el animal con quatro rostros, eran un bello retrato de aquellos quatro Santísimos Patriarcas, que tenemos, sobre esse respetoso trono, a nuestros ojos.[30]
Otros, los menos, permanecieron en el arte, en el que se adscribieron a los nuevos géneros literarios, como la novela o a la poesía.
A la Octava Maravilla de Cielo, y tierra.
Al terrestre Paraíso del Empireo.
A la Rosa nacida sin tiempo,
Para florecer a la eternidad.
Al Sacramento de las Maravillas
Consagrado para todos los siglos.
Al Vinculo de flores del Mayorasgo de la gracia.
A la Copia florida de la Imagen Eterna.
A la flor de los milagros de la Omnipotencia.
A la Sma. Madre, y Sra. Nta.
Consagrar a vuestras Soberanas ara, Serenísima Emperatriz de los Cielos, Altísima Reyna del Empireo, este parto de un ingenio presago de la futura universal protección a todo el universo de tu fin por Imagen Guadalupana, es Señora colgar en su Santuario una lampara de oro, que arda ante tu acatamiento hasta la última clausura de los tiempos, hasta la postrera respiración de los siglos, igualando su luz en duraciones al Rey de los Planetas.[31]