2001 / 01 dic 2017 09:58
El joven Fernando Orozco y Berra, quien moriría a los 29 años, poco después de publicar su multicitada crónica Revista del desayuno: El Progreso al amanecer, este café, que ocupa desde hace nueve años y medio el inmueble donde se alojaba el Veroly, es el más notorio en el género, junto con El Bazar y La Gran Sociedad. Por el rumbo se encuentran otros con una asidua clientela: el Cazador (abierto en 1835), La Bella Unión y el Gran Café de las Escalerillas. Gracias al artículo de Luis Martínez de Castro. “A la polka”, publicado en 1845 en las páginas de la revista Museo Mexicano, sabemos que jóvenes intelectuales frecuentaban el Progreso y La Bella Unión. Martínez de Castro solía decir que su tema favorito era la patria. Siete años antes Texas se había separado de México; el joven moralista sentía el doloroso hecho como una llaga y una estigma. Oponiéndose a los que negaban que en México no existiera espíritu público “ni empeño en la difusión de conocimientos útiles”, les mostraba “a los entusiastas discípulos de Piattoli, al jeune Mexique, a esa juventud ardiente y barbuda, amiga del [café] Progreso (y del [café] la Bella Unión), en la cual confiamos para recobrar nuestro perdido territorio, nuestro empeñado honor”. Ellos serían quienes lucharían contra los yankees. Esos jóvenes, o al menos su mayoría, no podían ser otros que los antiguos compañeros de la Academia de Letrán. Martínez de Castro no asistiría al corte salvaje de nuestro territorio en 1848, hecho por los estadounidenses, luego de una guerra injusta; el 20 de agosto del año anterior había muerto como héroe en la batalla de Churubusco.
Para 1850 el café de la Gran Sociedad, situado en la esquina de Coliseo Viejo (16 de Septiembre) y Espíritu Santo (Isabel la Católica), ha alterado su esplendor antiguo. Orozco y Berra informa que le quedaba “lo que a las mujeres de fina educación y noble origen: una fisonomía señoril, una reputación intachable y buenos amigos”. Si nos atenemos a informaciones posteriores la impresión de Orozco y Berra fue engañosa. La Gran Sociedad duró hasta agosto de 1898, cuando demolieron hotel, café y fonda y se construyó el edificio Boker, que todavía persiste. Integrado hoy al edificio Boker está en la esquina uno más de los establecimientos de la infinita cadena Sanborns. En la fachada del edificio se halla adherida una placa pero ésta no resalta la áurea tradición del café sino una información de nota roja histórica.
Como el Veroly, La Gran Sociedad entró a la novela y a las memorias. En 1858, Juan Díaz Covarrubias –quien moriría poco después en Tacubaya a la edad de 22 años por órdenes de los generales conservadores Miguel Miramón y Leonardo Márquez, quienes mandaron a fusilar, calculada y atrozmente, jefes, oficiales, civiles y médicos que atendían a ambos bandos– le dedicó un capítulo en su novela La clase media. En las páginas Díaz Covarrubias cuenta cómo un grupo de amigos, los nominados entonces “calaveras”, se encuentran en la calle y van al local porque hay gabinetes separados y de ese modo pueden beber y conversar mejor. En el lugar se sirve “café, helados y todo género de licores”. El joven rico ordena al mesero “una jarra de ponche, cuatro ‘fósforos’, dos botellas de champaña y cuanto se crea que podamos comer de bizcochos, pasteles y otros regalos de esa clase”
Por su parte el Bazar –escribe Orozco y Berra– está de moda. Se había abierto en 1849, donde fuera la soberbia casa de los Condes de Miravalle en la calle del Espíritu Santo (hoy Isabel la Católica 30). Desde el principio se buscó hacer del café un sitio elegante y representativo. Se ha esmerado –dice el cronista– el detalle en el mobiliario, en los productos y el servicio. En el local hay frisos al óleo, un pasillo chinesco y un autómata, y en el patio, entre los arbustos, brillan farolitos de papel. Se da cita una gama internacional de artistas, escritores, aventureros y señoritas espléndidas pero también “asisten escribanos, agentes de negocios y corredores sin título, empleados de segundo orden, los retirados, los caballeros de industria, los parásitos de oficio y los que buscan destino”. En fin, agrega el joven cronista, “una Babilonia que apenas puede contenerse en tan estrecho espacio”. El Bazar obligó a otros cafés, entre ellos La Gran Sociedad, a mejorar la calidad de los productos. En El Libro de mis recuerdos, Antonio García Cubas consideraba al Bazar como el más elegante de todos.
El local del Progreso que describe Orozco y Berra es ya un salón y no un patio, y la luz que se filtra por la gruesa vidriera es magra. Las mesas son de mármol blanco y los cubiertos, cafeteras y bandejas son de plata. Las horas más animadas son de las seis de la tarde a diez de la noche. Al Progreso asiste gente de teatro, libertinos, tahúres y extranjeros y, por supuesto, jugadores de billar, de dominó y de ajedrez. Los diarios llegan al establecimiento. Pero también, desde su inicio, el Progreso fue lugar de frecuentes reuniones de escritores, como ilustra Manuel Payno, cuando en 1842, en el prólogo a la obra poética de Fernando Calderón,[12] recuerda las discusiones acerca de la escuela clásica y la escuela romántica, sobre el teatro de Victor Hugo y el teatro de Moratín, y llega a preguntarse, con leve ironía, “cómo alcanzar la verdadera luz en las disputas del Café del Progreso y de la esquina del portal”. Un añadido: al hablar Payno en su primera novela, El fistol del diablo (1845-1846), acerca del despellejamiento del prójimo, sintetiza: “En una palabra, para saber la vida y milagros de toda la clase media, y aun la aristocrática de México, no había más que ir un par de horas a la tertulia del Progreso”.
En 1852, en la Guía de forasteros y repertorio de conocimientos útiles, se lee que los principales cafés de la capital son el Progreso, La Bella Unión, La Gran Sociedad, el del Teatro Nuevo de Santa Anna, el de Washington y el del hotel Iturbide.
Por una crónica de 1858 sabemos que ya el Progreso lo administra un señor H. Duclerou, y al café asisten, luego de las visitas piadosas a la iglesia –gracias a Dios– “los buenos moradores de la capital”. Además de cafés y licores se venden helados y sorbetes de vainilla y de almendra y nieves de limón, de zapote y tamarindo. Algunos de éstos tenían nombres (no tenemos datos para saber cuál era su composición) como Boca de dama, Amor de clérigo, Profundidad del infierno, Separación del hombre, Amor de doncella y Bajada de ángel, lo cual es más poético que un buen número de textos de poetas y escritores de ese tiempo.
Si no entendemos mal, desde su apertura en 1842 hasta fines de los sesenta, son los años de esplendor del local. Por un anuncio insertado en el periódico el 5 de mayo de 1868, nos enteramos que el Progreso “ya no vivía sus mejores días”. El nuevo dueño, el señor José Rodríguez y Fernández, para volverlo a acreditar (se lee en una inserción periodística) no ha reparado en gastos. Sin embargo, cuatro años más tarde ha vuelto a cambiar de dueño, y en 1875 alcanza un momento áureo al revolucionar el servicio: por primera vez en México, en un restorán o café, atienden meseras. El éxito fue tal que se escribieron crónicas y coplas graciosas en los periódicos; otros cafés imitaron la utilísima experiencia de una nueva estética corporal. Aún más, la idea llevada a la práctica se vio como una vía para evitar que las jóvenes se hundieran en las aguas negras de la miseria y la prostitución. “El dique de la prostitución es el trabajo, y cuando éste abunde, la cifra de las reputaciones manchadas disminuirá considerablemente”, escribió con su seudónimo el cronista Juan Pablo de los Ríos en El eco de ambos mundos el 22 de julio de 1875. De los Ríos recuerda que los calaveras iban muy bien armados a la caza de meseras y regresaban sin disparar un solo tiro.
Pero los vaivenes no cesan. Al año siguiente el establecimiento tiene un nuevo propietario, Emilio Lafont, y cuatro años después, en 1880, se anuncia un nuevo remozamiento. Contra todo, una época termina dos años más tarde: el Café del Progreso cambia el rubro por Café y Restaurant Inglés. En la década de los noventa ya alberga al Casino Español. En 1910 deja de ser restorán y café: se demuele el inmueble y se construye un adefesio que alberga el Banco de Londres y México. El mismo edificio se vuelve la casa matriz de Banca Serfin y desde 1995 son oficinas de la Suprema Corte de Justicia.