2001 / 01 dic 2017 09:47
El café más frecuentado y elegante de los años treinta era el Veroly o Veroli. Se hallaba en la esquina de Coliseo Viejo (16 de Septiembre) y Coliseo Nuevo (Bolívar), integrado al edificio del Teatro Principal. Dos puertas exteriores daban a las calles de Coliseo Viejo y Coliseo y una, interior, “conducía a las entradas del teatro y se bifurcaba llevando una al pórtico y otra al foro”. Tenía dos pisos y el techo estaba hecho de cristales. En los bajos se hallaba el local del café y en el piso superior se sucedían pequeños cuartos y salones habilitados como fondas. En el café las mesas eran de mármol de forma redonda, tenían tripié de fierro y podían sentarse en torno hasta cuatro personas. En algunas se jugaba ajedrez y dominó durante toda la jornada. No faltaba el billar.
En su libro Viajes al siglo xix, publicado en 1933, el zacatecano de Pinos, Enrique Fernández Ledesma, gran amigo de López Velarde, poeta de un libro de poemas y ex director de la Biblioteca Nacional, dedica un capítulo al café Veroly. En él hace un recuento de la concurrencia abigarrada: políticos, militares, tahúres, abogados, galanes, jóvenes ociosos, bolsistas, colegiales, actrices, bailarinas, periodistas, literatos y jugadores de ajedrez y dominó. “En Veroly –refiere con más imaginación que documentación– se oían los comentarios de la gente de pro en materias literarias. Hablábase de la Academia de Letrán y sus miembros. Lanzábanse juicios sobre Ortega, Pesado, Couto, Calderón, Lacunza, Ramírez, Prieto, Gorostiza… Circulaban de mano en mano los tomos del Año Nuevo, publicados por Rodríguez Galván y que eran entonces el más cumplido florilegio de de los poetas en boga.” Si bien los miembros de la Academia de Letrán se reunían para las tertulias en el Colegio de Letrán, varios de ellos seguramente se aparecerían por el lugar, situado a unas tres o cuatro calles del colegio: el dramaturgo Fernando Calderón, el traductor de latín Manuel Tossiat Ferrer, el gramático Joaquín Navarro y los poetas Manuel Carpio, Guillermo Prieto e Ignacio Rodríguez Galván. A Calderón (1809-1845) y a Rodríguez Galván (1816-1842) se les considera nuestros primeros poetas románticos. Era aquella una época de rebeldía social y de acendrado patriotismo. “La melena, la palidez, la misantropía, entraban de rondón en nuestras costumbres mexicanas. Todo el mundo quería ser romántico; es más, todo el mundo lo era”, escribió Luis G. Urbina, quizá de un modo demasiado terminante, en La vida literaria en México. Rodríguez Galván terminaría enamorándose sin esperanza ni luz de la actriz Soledad Cordero, dejaría México y atacado por el vómito negro, en el julio bochornoso y salvaje de La Habana, moriría muy joven. Uno de quienes lo conocieron, y que firmó con la inicial J. (quizá José María Tornel), redujo, en un artículo publicado poco después de su deceso, a cinco palabras su paso por la tierra: “Nació, vivió infeliz y murió”. Rodriguez escribió a los 23 años “Profecía de Guatimoc”, el gran poema del primer romanticismo. Las últimas composiciones, redactadas en La Habana poco antes de su fallecimiento, son agrias y desengañadas invectivas contra el país que acababa de dejar. Un añadido: un romance juvenil de Rodríguez, que tituló “Mora”, tiene como escenario inicial un café. Acaso sería el Café del Sur o el Veroly. El café del Sur estaba situado en el portal de los agustinos, donde se hallaba asimismo la librería de su tío Mariano Galván, en la que trabajó. En los altos de la librería de Galván, Rodríguez vivió de 1827 a 1840.
Fernando Calderón era el reverso de Rodríguez Galván. Pese a ser ferozmente feo (según Prieto), tenía una desbordada fantasía y encantaba a las muchachas. Pertenecía a una familia rica y aun, con gran nobleza, sostuvo un tiempo económicamente al joven Prieto, sin que éste lo supiera. Como Rodríguez Galván, moriría muy joven: Rodríguez de veintiséis años y Calderón de treinta y cinco. El talento de Rodríguez era lírico y el de Calderón dramático, pero en esos años se creía lo contrario de los dos. Calderón escribía sus piezas teatrales, a la manera de Lope, prácticamente sin corregirlas. Prefirió, como escenario de fondo para sus héroes e historias, la edad media europea y vidas e historia de la realeza inglesa.
Los miembros de la Academia, pese a sus limitaciones estilísticas y errores literarios elementales (se los hacía notar el Conde de la Cortina),[10] fueron los primeros que, como grupo, buscaron con toda conciencia una literatura con nuestras raíces. Con orgullo Guillermo Prieto decía en el tercer capítulo de sus Memorias de mis tiempos que a la Academia de Letrán “se debe sin duda a la regeneración literaria de México, o, mejor dicho, los primeros vagidos de su emancipación”, y páginas más adelante, que “lo grande y trascendental de la Academia, fue su tendencia decidida a mexicanizar la literatura, emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar”. En buena medida, en los siglos de la Colonia las obras novohispanas eran centones de lo español y lo latino. En la superficie de los versos se veía a menudo, como en las portadas de palacios e iglesias, la ornamentación superflua de los pámpanos y las aves del barroco o los pastores y la verdura que embellecían las églogas de Virgilio y Garcilaso. Fernando Tola de Habich, gran sabio del tema del siglo xix, prueba en el prólogo de los cuatro tomos de Año Nuevo, el anuario que dirigió Rodríguez Galván, que la agrupación empezó más como una tertulia de muchachos talentosos que propiamente como una Academia, y sentencia, luego de revisar los textos que se publicaban en esa suerte de anuario: “No sé muy bien cuán proindigenistas eran los muchachos de la Academia de Letrán, lo que sí resulta evidente es cuán antihispánicos eran”.
Las copas que se servían en el Veroly tenían nombres que eran un altar a la cursilería: Pajarete, Licor de Lisia, Perfecto Amor, Anís Siropado y Cariñera. Se ofrecían dulces y postres que hacían, con manos de prodigio, las monjas de los conventos mexicanos de la capital.
Así el café Veroly llegó también a la literatura. Manuel Payno (1810-1894), novelista mayor de nuestro siglo xix, le destina un capítulo en El fistol del diablo, en el que señala que era el más elegante y en boga durante los años treinta y “sitio de reunión de hombres de mundo y de negocios”, amén de centro de convergencia donde se destruía toda honra, y aun en Los bandidos de Río Frío, el mismo Payno vuelve a uno de los personajes cliente asiduo del establecimiento en la década de los cuarenta. Guillermo Prieto, el gran registrador, confirma que “era el punto de cita de moda” y que hacía competencia a La Gran Sociedad. Siendo de los locales integrados al conjunto del Teatro Principal, era lógico sitio de reunión de artistas y aficionados al teatro.
Una vez ya enriquecido su propietario, se traspasó el giro en 1842, y el 1 de mayo de ese año se abrió el café del Progreso, también conocido como Sociedad del Progreso.