Desde el siglo xvii los conventos de monjas comenzaron a destacarse como sedes de espiritualidad, cultura y escritura.[1] Sin embargo la escritura femenina conventual durante ese siglo, con la importante excepción de Sor Juana Inés de la Cruz, permaneció inédita y oculta. Fue en el siglo xviii cuando la autoría femenina se hizo pública con la impresión de algunas obras bajo la firma de profesas. Ése fue un cambio que, aunque no alteró de modo fundamental la percepción de la creatividad femenina, permitió un reconocimiento público de la habilidad de algunas religiosas en el campo de las letras.
La existencia de esa literatura conventual, generalmente ignorada tanto en ese siglo como en el nuestro, hace necesaria una rápida revisión de la misma para comprender su desarrollo en el siguiente. En el xvii se perfila un género que seguiría teniendo vigencia y cultivadoras en el xviii: los diarios o cartas espirituales. Usualmente la actividad de exteriorizar la visión de la vida interior de la religiosa nacía de la orden de un confesor, cuyo papel era el de exigir en forma escrita la relación de las vivencias del mundo interior de su hija de confesión. La demanda respondía a la necesidad de escudriñar, más allá de la confesión oral, la naturaleza de sus visiones, su comprensión de los cánones religiosos, sus formas de devoción y la práctica misma de su estado.[2] También en ese siglo se desarrolló la escritura histórica en forma de biografías escritas por las religiosas a instancias de sus superioras o de un miembro masculino de su orden, respondiendo a la necesidad de guardar la memoria histórica de la institución. Sin embargo, en estas tareas de carácter histórico la autoría femenina no recibió reconocimiento oficial. Fueron simples proveedoras de datos para el autor varón que se encargaría de pulir, editar y publicar bajo su propio nombre el material que le proporcionaban las religiosas.[3] Carlos de Sigüenza y Góngora, fray Agustín de Vetancurt, fray Agustín de la Madre de Dios, fray Alonso Franco y José Gómez de la Parra fueron ejemplos de historiadores de sus órdenes que aprovecharon el material primario provisto por las monjas.[4] Biógrafos como Pedro Salmerón, que lo fue de sor Isabel de la Encarnación, también usaron los escritos de las monjas para sus trabajos, así como los informes que algunos confesores le proporcionaron sobre sus hijas espirituales.[5] Por su parte, algunas monjas contribuyeron a la biografía de sus confesores, como fue el caso de sor Juana de Jesús María, que acopió datos personales sobre el licenciado Pedro Salmerón.[6]
Rosalva Loreto López y Kathleen Myers han corroborado la labor de biógrafas e historiadoras de algunas monjas del siglo xvii que trabajaron calladamente en sus claustros, recogiendo datos sobre sus hermanas en religión y sobre sí mismas.[7] Pero, indudablemente, a pesar de la fama que rodeó a Sor Juana Inés de la Cruz, durante el siglo xvii, el desarrollo de la creatividad literaria femenina dentro del claustro tuvo muchos obstáculos. En un ambiente reacio a admitir la validez de la escritura femenina, la publicación de los escritos mayormente biográficos o autobiográficos de las religiosas fue hecha bajo el subterfugio de largas citas dentro de obras firmadas por hombres. Antes y después de este uso los escritos de monjas fueron archivados o simplemente perdidos.[8]
El advenimiento de un nuevo siglo no significó una brecha con la tradición, especialmente en las primeras décadas. Recordemos que en el primer decenio del siglo xviii en la Nueva España estuvo afectada por la guerra de sucesión española, que mantuvo sus posesiones americanas aisladas física y culturalmente de la península. A su vez, el virreinato se replegó dentro de sí mismo y su tradición. La gran mayoría de las obras escritas por religiosas siguieron orientadas hacia la lectura dentro del claustro. Aquellas de carácter espiritual fueron de uso privilegiado de los confesores, a quienes eran dirigidas. Es de suponer que las obras de Sor Juana Inés de la Cruz tuvieron alguna circulación en los conventos. Su protesta de renovación de votos fue publicada en 1695 y reimpresa en 1763, a expensas de la madre María Josefa de San Ignacio, religiosa del convento de Jesús María.[9] Es singular que fue el aspecto ejemplarizante y piadoso de este documento el que parece haber impresionado a la madre María Josefa, y quizá no el resto de la obra de Sor Juana. Su publicación, ya más allá de mediados del siglo xviii, encaja dentro de la escritura de otras monjas de esa época y la impresión de la obra didáctica de sor María Anna Águeda de San Ignacio. Aventuramos nuestra presunción de que los cánones espirituales del siglo xvii seguían en pie en el siguiente siglo. La escritura femenina continuó utilizando el vocabulario estético y religioso tradicional. El meollo de esta situación se debe buscar en el conservadurismo del mensaje de la Iglesia a través de las obras dirigidas a la lectura conventual: sermones, pláticas espirituales y biografías de religiosas, además de otras obras de lectura tradicionales, como las vidas de santos y los ejercicios espirituales. Un factor imponderable, pero muy cierto, fue el consejo directivo de los confesores, que las monjas recibían frecuentemente y que para ellas fue el sustento esencial de su vivencia religiosa.
Si juzgamos por sus propios comentarios, las monjas mexicanas del siglo xviii bebieron de las fuentes espirituales tradicionales como las de la madre María de Agreda, los ejercicios de san Ignacio de Loyola, las vidas de los santos y los libros de rezos. Por otra parte, en el caso excepcional de la madre María Anna Águeda de San Ignacio, existe un conocimiento amplio del antiguo y nuevo testamento, exégesis del Cantar de los Cantares, así como, posiblemente, obras de teología medieval. Sin embargo, y a diferencia del siglo xvii, se rompe con varias tradiciones con la publicación de diversas obras de carácter histórico y biográfico, así como la de las obras de carácter devocional de la madre María Anna Águeda de San Ignacio. También vieron la luz algunos libros de rezo y devoción, aunque no todos llevaron la rúbrica de la autora. Esta apertura, si bien parcial, es importante puesto que dio a conocer al público lector la existencia de las posibilidades creativas expresadas en la literatura piadosa de las enclaustradas. Sin embargo, en el género biográfico, los hombres mantuvieron su casi completo dominio como intérpretes y escritores. Comenzaré por este género, ya que fue el que estuvo más directamente ligado a la vida de las religiosas y el que las dio a conocer fuera del claustro. Si bien no hago un recuento del sermonario dirigido a elogiar los actos de profesión y el recuerdo fúnebre de las fallecidas, hay que reconocer que éste constituye un género singular cuya producción, por cuantiosa, está aún en búsqueda de un estudio propio. En los sermones se encuentran datos biográficos que, si bien muchas veces transformados en estereotipos y adornados con adiciones de dudosa veracidad, son un muestrario de la pedagogía oral que utilizaba la Iglesia para el proselitismo y catequismo del pueblo que asistía a esas funciones. En los sermones se encuentra la esencia del arquetipo religioso femenino y de la religiosidad barroca.
En 1704, y en conmemoración del centenario de la fundación del convento de carmelitas de Puebla, se comisionó al padre José Gómez de la Parra que redactase la historia del mismo y las biografías de las monjas notables. Se seguía así una tradición bien enraizada. Su muerte, pocos años después, no le permitió finalizar su labor, que fue continuada por su sobrino José Martínez de la Parra.[10] La priora, sor María de Cristo, abrió los archivos del convento a tío y sobrino. En el mismo reposaban los manuscritos de las cronistas anónimas del siglo anterior, en número de al menos once, si seguimos las citas de los autores. Igualmente, las monjas más antiguas proveyeron sus recuerdos en forma de testimonio oral, cosa usual asimismo en el proceso de la escritura histórica. Gómez de la Parra y Martínez de la Parra también usaron con liberalidad la obra de fray Agustín de la Madre de Dios, como puede constatarse con una simple comparación de los textos.
La tradición de asignar a un hombre la escritura histórica conventual se rompe en 1734, cuando sor María Teresa, una capuchina poblana, escribe la biografía de la fundadora de su convento, sor Leocadia González Arazamendi.[11] Esta biografía fue presentada en forma de “Carta” a la comunidad, siguiendo el estilo usado por los escritores varones tanto en su espíritu como en su forma.[12] La autora sigue también la tradición didáctico-ejemplarizante de la biografía presentada como un modelo de vida edificante en su perfección, y obviamente con la doble intención de realzar el prestigio del convento y la orden de la biografiada. Sor María Teresa era evidentemente una mujer educada, que se permitía el lujo de hacer citas en latín, sin traducción para el lector. Quienes leerían su trabajo, se daba por sentado, sabrían no sólo esa lengua sino las fuentes de las citas. Termina su obra con un poema elegiaco, que se asume sea de su propia mano. Es de notar que esta obra fue incluida en un libro que también contenía la vida de su sobrino religioso.[13] A primera vista no se las puede distinguir estilísticamente de cualquier otra escrita por mano de hombre.
Varias otras obras de cronistas mujeres se publican en ese siglo, aunque aún siguieron apareciendo biografías de monjas escritas por hombres que, posiblemente, tuvieron más prestigio que las de factura femenina.[14] Aun así, la eclosión de la escritura femenina en la historiografía mexicana merece atención. En 1755 sor Joaquina María de Zavaleta, abadesa del convento capuchino de San Felipe de Jesús, de México, publicó la biografía de la fundadora, sor Agustina Nicolasa María de los Dolores Muñoz y Sandoval.[15] Sor Joaquina María elogió el sacrificio de sor Agustina, quien abandonó una familia de abundantes medios por la celda de una clarisa descalza. Siguiendo la tradición de la biografía religiosa, se exaltan las virtudes de la enclaustrada, como su fe, caridad, devoción a la pasión de Cristo y la Virgen María y su espíritu de caridad. Al parecer sor Agustina no sólo escribió numerosas cartas a sus prelados, sino que también dejó una serie de “apuntes” que la biógrafa utiliza en su narración. Estos apuntes pueden haber sido pasajes de su diario espiritual.
Pasando de la biografía a la historia de la orden, están los ejemplos de la historia del traslado de las fundadoras de la orden de Santa Brígida a México, y el de la fundación de la orden de María (La Enseñanza).[16] El diario de las brígidas fue producto de varias manos, y narra el viaje a Nueva España, la estancia en el convento de Regina Coeli y la experiencia alienante de las monjas entre las novohispanas, cuyas costumbres les fueron a veces chocantes. Proporciona, sin embargo, una visión nueva sobre la política y la etiqueta conventual, y la misión que las brígidas se proponían en su fundación. Por su parte, la historia de la fundación de La Enseñanza es netamente mexicana. Ni el reclamo de ser “indianas” o el de carecer de letras detuvo a las hijas de la orden. Pusieron manos a la obra de forma comunitaria, haciendo alarde de cooperación y humildad en el anonimato, aunque excusándose por no haber tenido persona de mayor pulimiento para escribir la historia. La gratitud de las religiosas hacia su abadesa se expresa destacando el alumbramiento metafórico de la casa por su madre y fundadora, María Ignacia Azlor y Echevers. La historia de la fundación se mezcla con el elogio de María Ignacia, pero no hay eco alguno de la hagiografía barroca del siglo precedente. Es posible que la publicación de esta historia inspirara la de la fundación del convento carmelita de Querétaro, que comenzó a escribirse en 1803 y se alargó con noticias de la década siguiente.[17] Aunque la producción histórica femenina de este siglo es corta en comparación con el número de “Vidas” publicadas por hombres, las mismas significaron la apertura de nuevos horizontes intelectuales para las escritoras conventuales, y el reconocimiento de su capacidad para escribir su propia memoria histórica, tan importante para la identidad de las órdenes femeninas.
Estos géneros no tuvieron muchas cultivadoras entre las religiosas del siglo xviii, aunque existen muestras de poemas que expresaron “afectos religiosos” personales. Excepcionalmente, algunas festividades religiosas cívicas entusiasmaron a religiosas con habilidades a participar en certámenes poéticos. El mejor conocido es el que se celebró en honor de la canonización de san Juan de la Cruz en 1726 y que se llevó a cabo en la ciudad de México en 1730. En esa ocasión la madre Catalina José de San Francisco, del convento de La Concepción, fue premiada por unas décimas en elogio de la victoria de san Juan sobre Satanás. Una monja de San Jerónimo remitió otra décima, pero prefirió permanecer anónima. [18]
Respecto al teatro, ya en el siglo xvii se hacían representaciones dentro de los conventos. Sor Juana Inés de la Cruz fue la única autora de quien se conocen obras teatrales en el siglo xvii, y las mismas fueron representadas fuera de su claustro.[19] La asociación del claustro con “comedias”, fueran o no de carácter religioso, no fue del agrado de las autoridades reales o eclesiásticas. Felipe iii encargó al arzobispo Juan Pérez de la Serna que prohibiera comedias en las cuales actuaran monjas, y en Puebla el obispo Juan de Palafox se expresó negativamente sobre una comedia puesta en un convento con actores profesionales.[20] En su visita de 1647 al convento de Jesús María el arzobispo fray Payo de Ribera prohibió explícitamente la representación de comedias en el mismo, arguyendo que tales actividades conspiraban contra el recato del estado religioso.[21]
A pesar de la oposición de los prelados, hay evidencias de que continuaron representándose obras teatrales en los conventos. Al menos, contamos con dos ejemplos plasmados en el siglo xviii en la ciudad de México. El primero fue escrito para los festejos de nochebuena de las franciscanas capuchinas, a fin de demostrar la gratitud de las religiosas a su capellán, Cayetano de Torres.[22] Torres había escrito un tratado para la dirección espiritual de las monjas –que permaneció inédito– y debe de haber sido tenido en gran aprecio por la comunidad.[23] El título de la obra es La virtud agradecida, y es una pequeña pieza de sólo trece páginas dobles en extensión. El manuscrito no tiene fecha ni autor, pero probablemente fue escrito hacia mediados del siglo xviii, ya que hay una referencia a Juan José Eguiara y Eguren (1696-1763), el notable erudito y obispo que fue promovido a obispo de Yucatán en 1752. La falta de adscripción autoral presenta la problemática de si fue escrito por una monja o para las monjas. Igualmente, queda en suspenso cualquier duda sobre si las mismas fungieron como actrices en la pieza.
En La virtud agradecida los personajes son Buen Consejo, Recelo, Alma Conturbada y Alma Atormentada. Una anotación para “música” sugiere que en varios momentos se interpretaron instrumentos musicales. De hecho “Música” aparece al principio, explicando al público que ya existe buena guía para las amantes esposas que buscan a Cristo y temen perderlo. Hay también algunas indicaciones para el escenario, como dos “torres” (obvia referencia al capellán) que esconderían a algunos personajes de la vista del público. El Alma Perturbada aparece vestida de negro y representa un alma que todavía no ha encontrado consuelo en el amado esposo. Ha profesado como capuchina, pero aún el Señor la elude. Alma Atormentada viste de rojo, y su tormento consiste en oír la llamada de Jesús sin poder llegar a él. Buen Consejo, en vestidura blanca, guía a las monjas hacia las torres, donde ellas explican sus problemas, como en acto de confesión, y reciben cada una el consejo que necesita para su consuelo. El papel de Sospecha, vestida de púrpura, consiste en comentar sobre las zozobras de las religiosas y recomendarles que sigan las reglas de su orden, preguntándose con ciertas dudas cuál es el uso de “las torres”. Buen Consejo rebate sus argumentos y elogia la labor del ilustre Torres, el amado y letrado capellán.
Este pequeño cuadro alegórico fue escrito por alguien que conocía las angustias espirituales de las enclaustradas y utilizó el teatro como un medio de entretenimiento didáctico. Al final de la misma aparece un indio hablando en mal castellano y quejándose de no poder contar con el consuelo de Torres, aunque se alegra de tener una almohada que sostiene en sus brazos para ese fin. Su aparición como final “cómico” de la pieza revela el uso del personaje “folclórico” del indio medio asimilado y nos recuerda la presencia de negros e indios en algunos de los villancicos de Sor Juana.
En 1804 se celebró la profesión de una novicia en el convento de Santa Teresa la Antigua, en México. La ocasión fue festejada con un Coloquio escrito por sor María Vicenta de la Encarnación, maestra de sor María de San Eliseo, la profesante.[24] ¿Fue o no “representado” el Coloquio? Probablemente sí, aunque no es posible tener una certeza completa ya que no quedan noticias del evento, sino tan sólo el texto. La autora introduce los elementos de la vida religiosa que han desempeñado un papel en su formación, tanto aquellos que la han asediado negativamente como los que la han ayudado a conseguir su deseado fin. Los caracteres que aparecen son Coloquio, Paciencia, Vocación, Constancia, Religión y Perseverancia. Los contestatarios son el Demonio y la Carne. Todos giran alrededor de la Esposa y el Esposo. La Esposa, recién llegada al convento, sufre y desespera porque el Esposo no responde a su llamado. El Demonio llama a sus aliados para entablar guerra contra ella. El Esposo permite el encuentro pero ordena a Vocación que acompañe a la religiosa. En la batalla que sigue, las tentaciones luchan por conquistar a la novicia, pero Perseverancia y Vocación la ayudan a luchar contra ellas, mientras que Religión le recuerda el ejemplo de María, quien la ha elegido para el claustro. La novicia promete encontrar a su esposo y resiste el embate a pesar de tener momentos de flaqueza. La segunda parte de la pieza teatral es el momento de la profesión final, cuando el Señor viene finalmente al rescate de la novicia, aceptándola por su esposa y prometiéndole un dulce descanso tras la misma.
Escrito por una mano femenina, el Coloquio contiene un mensaje personal y sentido. Sólo una profesa podía comprender a cabalidad los problemas psicológicos del noviciado y la esperanza contenida en el matrimonio espiritual. Por otra parte, el simbolismo de los personajes refleja la enseñanza tradicional de la Iglesia y reitera el contenido didáctico de los manuales de instrucción para las monjas. Separadas por varias décadas, estas piezas teatrales nos recuerdan que dentro del claustro existían momentos de entretenimiento aunque nunca perdían de vista los objetivos religiosos de la vida monástica. Como autora, la madre sor María Vicenta de la Encarnación jamás recibió otro reconocimiento que su satisfacción personal en vivir su papel “maternal” y didáctico para con su novicia.
Hasta hace poco no era bien conocido el tipo de escritura religiosa que más cabalmente refleja la vida interior de la profesa novohispana: los diarios espirituales. Cabe llamar así a los cuadernos que muchas escribieron bajo órdenes de su confesor, y en los cuales derramaban los sentimientos más arcanos de su vida espiritual y diaria. Estas ventanas hacia el interior de mujeres cuya aspiración era alcanzar la perfección religiosa reflejan toda una gama de sentimientos y situaciones que posiblemente no hubieran podido expresar por entero en el confesionario. Constituyen, pues, una vía privilegiada para acercarnos a la “mentalidad” tanto femenina como religiosa. Los diarios espirituales no siguen una fórmula común. Son sui generis en cuanto a que cada uno constituye una voz propia y una experiencia única. Aun así, vemos en ellos características comunes en cuanto a que sus autoras se enfrentan a reglas que rigen su vida de modo uniforme, autoridades que imparten consejos canónicos universales formulados por la Iglesia, y valores religiosos inmutables a los que debían someterse. Sabemos de antemano cuáles son las situaciones experimentadas por las escritoras, pero en cada caso el valor de estos escritos reside en hacernos comprender cómo la personalidad de cada una de las religiosas crea una respuesta para las mismas.
No cabe duda de que los diarios espirituales ya existían en el siglo xvii. Inspiradas por los escritos de santa Teresa, las religiosas novohispanas, a semejanza de sus hermanas españolas, escribieron muchos “papeles” o “apuntes” que quedaron en manos de sus confesores u otras autoridades religiosas. Como queda dicho anteriormente, algunos pasajes se insertaron en las biografías e historias oficiales que ellos escribieron. Vale la pena recordar aquí el aún inédito diario de la madre María Magdalena Lorravaquio, que yo he estudiado brevemente, y los escritos de las madres María de San José, recientemente analizados por Kathleen Myers, así como los de Francisca de la Natividad, estudiados por Rosalva Loreto.[25] La tradición de los diarios espirituales continúa a lo largo del siglo xviii, ya que siguen sirviendo como depositarios de la vida interior de las profesas. Su función, recoger la infinita variedad de sentimientos registrados en la vida espiritual y diaria de las religiosas, no tenía por qué cambiar con el paso del tiempo, ya que tampoco cambiaron las demandas de estos testimonios por parte de los confesores ni la orientación religiosa de las monjas.
Puesto que los diarios espirituales eran producto de la relación entre confesores y religiosas, es aconsejable analizar esa relación, siquiera de forma sumaria, antes de adentrarnos en los escritos mismos. Las reglas conventuales y los votos religiosos establecían la separación rigurosa de los sexos, de la cual dependía en gran medida la castidad de las profesas. Sin embargo la vida espiritual de las religiosas descansaba en las manos de hombres, sus confesores o directores espirituales, a quienes debían obedecer ciegamente pues, de acuerdo con los cánones de la Iglesia, el confesor estaba en lugar de Dios. De su comprensión, destreza y empatía dependía el desarrollo moral y espiritual de las profesas, y su buen encaminamiento en la salvación de su alma. No había tarea más delicada en la conducción del destino de la religiosa que la del confesor. Tampoco había quien supiera tanto de su vida interior. Esta relación contradecía la rígida separación de los sexos en la vida religiosa, y no fue ni nítida ni aséptica, ya que siempre tuvo una fuerte carga afectiva que se trasluce en los escritos de las enclaustradas y en las biografías de religiosas escritas por sus confesores. Estas relaciones fueron a veces armoniosas y a veces difíciles, de acuerdo con el carácter de ambos, y no siempre resultaron positivas o beneficiosas para la religiosa, dadas las dudas que tuvieron muchos hombres sobre la naturaleza o calidad de la vida espiritual de sus discípulas.[26]
Del confesor dependía el comienzo de la escritura, su proseguimiento y su preservación. Aunque la necesidad de indagar sobre la heterodoxia de la espiritualidad de la religiosa bajo su dirección fue el móvil principal de la orden de escritura, no se puede ignorar el incentivo de llegar a conocer la vida de un alma elegida por Dios, carácter que de un modo u otro el confesor tenía que verificar a través de su indagación. Poder asociarse con una persona que se creía había llegado a alcanzar un grado de perfección espiritual religiosa poco común fue uno de los motivos que indujeron a algunos confesores a escribir la biografía de sus pupilas. Asimismo, la vida de una religiosa ejemplar sugería un director espiritual capaz de guiarla. La vida interior de la hija espiritual pudo haber sido tan rica e impresionante para el maestro como para la monja. De ese sentimiento nacieron las biografías de monjas notables. En ellas se vierten tanto la admiración por la religiosa como la relación afectiva que el escritor tuvo con la misma. El caso del padre Pedro José Cesati, confesor de María Nicolasa de San Jerónimo, de la ciudad de Puebla, es típico. Cesati tomó bajo su cargo a la madre en 1745. En 1749 la madre comenzó a sufrir una enfermedad que la llevaría a la tumba sólo dos años y ocho días después. En este corto tiempo director espiritual y religiosa establecieron una relación en la cual el padre Pedro José aprendió a apreciar las cualidades de humildad, obediencia, pobreza, castidad, resignación y observancia, entre otras virtudes de la madre, todas las cuales fueron acrisoladas por el sufrimiento de su enfermedad. La religiosa intercambiaba pequeñas notas con el confesor que él guardaba como testimonio y que utilizaría como citas en su “carta” biográfica, que se redujo al encomio de sus virtudes y el aprecio de la fortaleza con la que la madre vivió su enfermedad y recibió su muerte. La admiración del biógrafo lo llevó a describir minuciosamente los sufrimientos físicos de su hija espiritual y exaltar un modelo de comportamiento que dedicó a la madre abadesa para que sirviera de ejemplo al resto de la comunidad.[27]
Por su parte, la visión del confesor a los ojos de las religiosas es un ingrediente esencial de las mismas que nos abre una visión personal de los hombres que regían sus vidas. No hay quizás en la literatura femenina del siglo xviii aspecto más revelador de la condición de mujer que esos comentarios personalísimos de las religiosas sobre el padre espiritual, el hombre con quien mantuvieron relaciones más íntimas que con ningún otro miembro del sexo masculino. Esa familiaridad también estuvo presente en las numerosas epístolas y notas que se intercambiaban entre sí. En estas cartas se vislumbra la existencia de relaciones de mayor complejidad de las que podrían asumirse a nivel institucional.
Otro tipo de literatura conventual que no quiero olvidar es el epistolario formal creado por la necesidad de informar sobre la vida diaria conventual, así como, excepcionalmente, los informes sobre algunas crisis internas. En esas misivas hay información de carácter institucional y personal. Lamentablemente ninguno de estos tipos de cartas se ha estudiado a profundidad. Una excepción a esta situación la constituye el análisis del epistolario de la hermana laica Francisca de los Ángeles con sus varios confesores, por Ellen Gunnarsdóttir.[28] Las epístolas institucionales son de carácter variado. Las dedicadas a la comunicación con prelados sobre asuntos de gobierno interior y administración conventual son fuentes de información no sólo sobre el manejo de estos asuntos, sino del formalismo que siguieron esas relaciones, tanto en un sentido literario como en el de relaciones de género. También nos revelan intimidades conventuales que enriquecen nuestra visión de la vida diaria dentro del claustro.
Sentadas ya las bases del origen de los diarios espirituales, me concreto a revisar varios ejemplos que he manejado personalmente. Josefina Muriel cita extensamente los escritos inéditos de sor Sebastiana de las Vírgenes, profesa en San José de Gracia en 1690.[29] Inspirada en las lecturas de Luis de Granada, san Francisco de Sales, y María de Agreda, su diario espiritual sigue la ruta teológica de las obras del siglo xvii: meditaciones sobre la pasión de Cristo sostenidas por visiones y un intenso diálogo con la divinidad que comparte con el confesor. La visión teocéntrica de esta religiosa es similar a la de otras escritoras de los siglos xvii y xviii, que se devanan entre la luz de la presencia del esposo y las sombras de su ausencia. El debate entre la fe y las tentaciones es el hilo conductor de la vida interior de sor Sebastiana, que entabla largas conversaciones con el objeto de su amor religioso. Son las apariciones de Dios y sus pláticas con el alma donde se da a entender la admiración de la religiosa ante su grandeza. Ésta se expresa en descripciones de la corte celestial llena de luz y boato, vasallaje y obediencia. Hay una similaridad notable entre las visiones de algunas de las religiosas de este siglo en cuanto a la concepción de un reino y una corte divina a la cual ingresan como merced especial, premio de su humildad, sufrimiento y devoción. Las marchas y procesiones que se observan en las visiones se entremezclan con detalles reminiscentes de rituales vividos en la vida real. A veces es difícil separar a Dios de Jesucristo en muchos diarios espirituales. La ambigüedad del interlocutor es aclarada en un párrafo –citado por Muriel– en el cual sor Sebastiana ve a Jesucristo frente a Dios, expresando cómo su vida y sacrificio por la humanidad cumplieron el mandato del padre. Aquí sor Sebastiana hace la separación de la humanidad de Cristo frente a la “divinidad” de Dios, un elemento esencial en la teología cristiana. Sin embargo esta división no es nítida en otros escritos espirituales.
Sor Sebastiana de las Vírgenes murió en 1737. En el primer tercio del siglo xviii se estaban formando otros tres ejemplos de la escritura espiritual del siglo: los de sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad, sor María de Jesús Felipa y Sor María Marcela Soria. Sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad comenzó su vida religiosa en el Colegio de Belén, bien conocida institución de recogimiento donde algunas de las “niñas” podían aspirar a convertirse en beatas o profesar como religiosas si conseguían la dote requerida.[30] Su belleza física atrajo comentarios de sus confesores y panegiristas, pero la realidad social de la niña no era promisoria. A través de los esfuerzos del provincial franciscano fue admitida como novicia en el convento de indígenas de Corpus Christi junto a otras aspirantes “españolas”. Éste fue un intento por subvertir los reglamentos de la fundación, que estipulaban que estaba destinada exclusivamente para mujeres indígenas. La presencia de estas novicias causó una enconada lucha entre las profesas indias, los franciscanos y un grupo de simpatizantes del convento. A raíz de una intervención real las “españolas” fueron sacadas del convento. Entre ellas estaba Sebastiana, que aludió a este incidente en su diario espiritual como un momento vergonzoso en su vida. A la edad de 37 años finalmente consiguió ingresar al convento de San Juan de la Penitencia, donde logró su objetivo de convertirse en religiosa de velo negro.[31]
Sor Sebastiana dejó un conjunto de cincuenta cartas a su confesor que fueron copiadas meticulosamente por varios escribas.[32] Todas y cada una de ellas, cuya fecha de escritura desconocemos, describen sus estados espirituales, con muy pocos comentarios respecto a su vida personal o la del convento. En los márgenes hay comentarios anónimos que describen las virtudes reflejadas en el texto de sor Sebastiana, tales como humildad, castidad, caridad, amor de Dios, y otros. Pueden haber sido de la pluma de un panegirista y los cimientos de un sermón o escrito sobre la profesa.[33] Como otras religiosas, sor Sebastiana declara retóricamente su desapego a la escritura, que sólo acomete por la obligación que le ha impuesto el confesor. Tanto en este caso como en otros hay que desconfiar de tales expresiones, ya que los textos prueban la habilidad de su pluma y la necesidad intelectual de la autora de verter sus sentimientos en el papel.
Las cartas de sor Sebastiana son de gran complejidad y reflejan a cabalidad el imaginario religioso de la época. Convertida a la vida de recogimiento por la convincente palabra de fray Antonio Margil de Jesús, su espiritualidad refleja la renuncia del mundo, el ensimismamiento espiritual y el deseo de aniquilamiento de la voluntad propia que predicaba Margil. La oración y lectura de libros fueron la base de su religiosidad. Fue a través de la oración que sor Sebastiana llegó al recogimiento prescrito por los escritores místicos del siglo xvi. En muchas de sus cartas nos habla de experiencias subjetivas de la presencia de Dios y los sentimientos inefables de sabiduría y comprensión que ha recibido.
En su imaginario religioso Dios y María son sus guías en una vida espiritual de grandes altibajos. Como otras religiosas, sor Sebastiana alternaba entre momentos de angustia, melancolía y sequedad y arrobos místicos. Los sentimientos de culpa y temor de no atinar a decir lo que se espera de ella son interrumpidos por momentos de gran regocijo y visiones alentadoras. Si su orientación mística tiene raíces en el siglo xvi, su expresión es matizada por el barroquismo estético de la incertidumbre y la angustia interior. La adoración de Cristo se abre en dos vertientes: la pasión como emblemática del sufrimiento, y la del amor íntimo de la esposa por su esposo ausente, que sólo se hace presente a través de visiones. Respecto a la primera, la contemplación del cuerpo de Cristo ensangrentado la llevó a usar de su propio cuerpo como medio de reparar los sufrimientos del Señor. Sebastiana fue pródiga en el uso de cilicios, prácticas disciplinarias de sangre y negación de alimento, que posiblemente acortaron su vida. Kristine Ibsen señala el carácter penitencial de su observancia, virtud que fue exaltada por los dos eclesiásticos que escribieron sobre su vida, fray Ignacio Saldaña, que redactó su oración fúnebre y José Eugenio Valdés, autor de su biografía.[34]
En sus coloquios con Cristo sor Sebastiana expresa el erotismo delicado que caracteriza la escritura de monjas ante un esposo de tan gallarda belleza y “linda gracia para robar voluntades”.[35] A ese “fino y dulcísimo enamorado” le dedica una serie de poemas transcritos en la carta 38. La vena poética de sor Sebastiana, como la de otras monjas, fue espontánea, pues nada en su educación semiformal podría haberla preparado para escribir en ese género o perfeccionarlo.[36] Son poemas de corto alcance estilístico pero empapados de piedad y devoción, que deben añadirse a la producción poética conventual señalada anteriormente.
Decidme dueño amoroso / ¿que es esto que me atormenta? / Yo me espanto / ¡Yo me admiro! / Y esto yo no lo entiendo / que vivo, que estoy muriendo / eres fuego que me abrasas / sin consumirme las llamas. / Dime dueño de mi alma / inquietud de mi sosiego / ¿cuándo he de tener la gloria / de gozarte para siempre?
Otro poema, dedicado a María, indica la muy extensa y sincera devoción a quien se veía como intercesora, como madre de Dios y como objeto de veneración por su propia cuenta. A través de las cartas sor Sebastiana recurre a ella con mucha frecuencia en esos mismos términos.
El culto de María llegaba a su cúspide en el siglo xviii y fue una sólida base para la vocación religiosa femenina, ya que María, como mujer, exaltaba a las de su género y redimía cualquier culpa heredada de Eva.
Su última carta es quizá representativa de las devociones y ensimismamientos místicos de sor Sebastiana. Un día, después de las oraciones de maitines:
entró en mi interior un modo que yo no sé decir lo mucho que mi alma entendió, con una fuerza tierna y amorosa que me revolvió el corazón tan vivamente que reventaba con un dolor tan penetrante, doloroso y suave, que sin poder más fueron grandes las ansias que tenía, con abundancia de lágrimas; hablando las amorosas palabras, tan ardientes y verdaderas, que sonaban con gran claridad allá en lo más profundo, sin ruido y muy diferente de todo lo de acá. El estilo era tan suave y tan bien ordenado todo lo que hablaba, que ni muy pensado pudiera tanto como se me previno; con tanta facilidad que dije cuanto sentía en mi alma y pidiendo grandes cosas, con gran confianza, rendida y abatida en mi bajeza, y con grandes deseos de conformarme y darle gusto en todo a tan admirable hermosura, Majestad y grandeza. Dábale grandes alabanzas, conociendo los innumerables beneficios que solo sus piadosísimas entrañas han sido poderosas para haberme hecho tantos bienes y estarme sufriendo. Como era tan sumamente grande el conocimiento, se me partía vivamente el alma y el corazón. No sé decir como estaba. Lo que me enardeció con más superior fuerza y tan levantada que un dolor tan grave y tan intenso que toda me penetraba con estraño modo.
Sor Sebastiana fue también visionaria, aunque no con la profusión de la madre Lorravaquio, por ejemplo. Algunas de esas visiones eran pavorosas, llenas de figuras amenazantes de hombres y animales.[37] Otras la transportaban a un cielo donde el colorido, el ritual cortesano y las conversaciones con los seres divinos emulaban, visualmente, pinturas de la época, y jerárquicamente representaban un mundo ordenado a la manera de una corte.
Habiendo comulgado, fueron las ansias que me ahogaba, que se me salía el corazón, y me quejaba a voces, procurando me sosegase, con la vida de mi alma. Le decía tiernas alabanzas, y amorosísimos sentimientos, como a mi amorosísimo Padre... Recibí consuelos y aliento en lo interior de ver la hermosura y alegría del divino rostro, que me daba a entender el gusto que le daba mi Alma. Estaba todo como un bellísimo cielo de luz (que no sé cómo digo, que me hallo confusa, y no acierto como expresarlo). Era la luz mejor que la del Cielo, como resplandeciente nube y en ella estaba la Divina Majestad de soberana hermosura y su Purísima madre y mi Señora y todo mi bien, mi madre María, tan linda y agraciada que vierte glorias e infunde amor y confianza como poderosa reina que se le da cuanto pide. No digo todo lo que deseo porque no tengo palabras a propósito de mi entender.[38]
Otra franciscana de San Juan de la Penitencia y contemporánea de sor Sebastiana fue sor María de Jesús Felipa, cuyos escritos son apenas conocidos. Esta religiosa es la autora de 21 volúmenes de escritos espirituales entre 1739 y 1760. Recientemente he descubierto varios de ellos en el Archivo Franciscano en Celaya, que establecen a la religiosa como una prolífica escritora.[39] Al parecer sus escritos se han dispersado, ya que también existe un volumen en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, fechado en 1758. De éste he publicado dos estudios. Este volumen comprende desde el mes de febrero hasta mitad del mes de diciembre.[40] El manuscrito ha sido tachado en numerosos pasajes para ocultar el nombre de las aludidas en el mismo. Es posible que las tachaduras se deban a la mano del confesor a quien iban dirigidas. Su relación con el confesor puede haber sido problemática. Así, escribe que “obedeciendo a V. R. obedezco al Sr. mismo”.[41] La obediencia no impide la ironía. Al comentar sobre el comportamiento de los prelados durante las elecciones conventuales, escribe: “Bien sabe Dios que lo más penoso de este camino interior es lidiar con los hombres aunque sean santos.”[42]
Aunque sor María de Jesús Felipa se queja de la obligación de escribir que ve como un purgatorio, también confiesa que escribiendo comprende mejor su relación con Dios. La retórica de la escritura como modo de expiar culpas seguía teniendo validez. Como en otros casos, la influencia teresiana es clara. Sor María construye un castillo interior, una serie de cámaras a donde se “retira” y donde experimenta numerosas visiones de colorido e intensidad barrocos. En este mundo visionario logra resolver la tensión entre sus sentimientos de desear a Dios y sentirse no ser digna de recibirlo, cuando expresa que ha confirmado que Dios la obsequia con su presencia.
Es patente que sor María entabló un diálogo enérgico con su confesor, a quien a veces parece rechazar, pero a quien vuelve repetidamente. Es posible que el confesor –cuyo nombre ignoramos– pudiera haber tenido dudas sobre el carácter de sus visiones.[43] Las mismas presentan a sor María en una peculiar relación con sus ángeles guardianes, quienes la guían y le explican la razón de sus visiones y la naturaleza de su propia escritura. Los ángeles le explican que, debido a su carencia de educación teológica, los escritos de monjas tenían que ser simples, ya que su propia simplicidad era la mejor prueba de que venían de Dios y no del diablo. Dios sólo ponía la luz suficiente al sexo femenino para que reconocieran su presencia en ellas.[44] Obviamente sor María escribía para autorizarse a sí misma utilizando esta inusitada artimaña retórica. Todas las religiosas revalidaron su voz autoral apoyándose en la de Dios, quien hablaba con ellas o a través de ellas, y enmascararon su “yo” para poder continuar expresando tanto sus dudad como sus convicciones. Sin embargo, el antifaz cae muchas veces y sor María oye complacida cómo su Señor le asigna el papel de protectora de su convento. Cuando Dios habla con ella no la trata como a una mujer ignorante sino como a su esposa favorita, expresándole que sus escritos lo desahogaban:
No ves que se te ha señalado y marcado con las señales de mi mayor estima y esto aunque oculto, se ha de ver público en tus escritos pues si no me dejas desahogo ¿cómo podré declararte mis ansias cuando por lo que mi amor obra en ti me manifiesto a las almas? Ya les has mostrado los trabajos interiores padecidos y gustados de ti misma; ya te has desahogado y gloriado en esas penas, pero a mí me has tenido en calma por que no he podido desahogar mi corazón enamorado. Conque resígnate y abraza el padecer que tienes en hacer patentes mis favores que esto te conviene a ti a mí y a tus prójimos. Luego que me dijo esto se ocultó y me quedé en un encanto dulce como durmiendo, pero en este sueño gozaba de la armonía de la música de los ángeles y mis custodios, en aquella forma que dije, me comunicaban fuego de amor. Yo moraba la iglesia y coro no como es, sino como si fuera todo de diamante, pero con más latitud y longitud que sólo había este templo según su espacio, y a las religiosas y todos los presentes muy albos como que todos fueran adornados de nieve.[45]
No es claro si sor María deseaba ver sus escritos a la luz pública, pero la intervención del confesor lo hubiera impedido. Lo que sí es claro es la necesidad de reafirmar su identidad como portadora de un mensaje celestial. La ventriloquía espiritual que utilizaron las escritoras conventuales delata su voluntad de ser “alguien”, de obtener una recompensa suprema por el sacrificio de una vida dedicada a Dios. Sor María debatió consigo misma, y quizá con su confesor, la autorización sagrada que recibía de las palabras del Señor. Llega un momento en que, según la religiosa, Dios habla la “misma doctrina [...] a mis esposas y ministros porque no siendo difícil amarme pueden conseguir lo mismo que tú”.[46] Así se expresa la experiencia de sentirse iluminada interiormente aunque constreñida dentro de las jerarquías de género. Las dudas personales de sor María de Jesús Felipa se revelan en el mes de mayo, cuando narra un sueño en el cual se le aparecieron unos padres de su orden que comenzaron a mofarse de ella, llamándola “mujercilla ordinaria” y acusándola de pretenciosa y sabihonda. Escribiendo de lo que eran simplemente problemas personales, le decían, iba a llevar a su orden a la perdición.[47] Sor María acude a sus patrones, Jesús, María y José, y logra que se esfumen quienes la acusaban. En este sueño la alegoría de las religiosas escritoras está clara: sólo la fe y la convicción de que escribían en nombre de Dios y con su voz podía protegerlas de la crítica humana y la de sus hermanos en religión y les permitiría proseguir en su obra. El amor de Dios daría luz a los dos sexos, igualamiento que sería significativo para todas las religiosas, ya que sor María de Jesús Felipa sugiere que su escritura serviría para ayudar a otras, arrogándose una labor tradicionalmente masculina dentro de la Iglesia.
Otra escritora de mediados de siglo, sor María Marcela Soria, pone una nota diferente en el paisaje de la espiritualidad femenina novohispana: una autobiografía con extensa información personal sobre su niñez y juventud.[48] Su obra está dividida en dos secciones. La primera es la historia de su vida antes de la profesión; la segunda pertenece a la vida conventual y espiritual de quien profesó en el convento de capuchinas de Querétaro. Con excepción de la autobiografía de María de San José, ninguna otra ofrece tanta información sobre la vida juvenil y laica de una religiosa. En este sentido es excepcional. En oposición a la madre María de San José, María Marcela no intentaba ser monja ni vivió una juventud embebida en prácticas piadosas. Al contrario, como joven provinciana, hija de una familia acomodada de Maravatío, rodeada de bienes materiales y sirvientes, su vida hasta la pubertad estuvo orientada hacia actividades familiares y placeres mundanos. Su carácter vivaz se expresó en el amor a los vestidos y las fiestas. Sólo la muerte temprana de su madre puso una nota de dolor en su vida, que superó con la aceptación de su obligación de convertirse en la mano derecha de su padre y responsable por sus hermanos menores. A iniciativa de su padre había recibido una educación en letras y música, y estaba dispuesta a casarse con el escogido por él cuando el pretendiente sufrió una quiebra y huyó a Oaxaca. Según ella, esta experiencia la encaminó poco a poco hacia la religión, a pesar de los esfuerzos de su padre y familia por desviarla de su decisión de ingresar como religiosa en el convento capuchino.
La agilidad de la escritura de sor María Marcela hace de este diario una fuente admirable, no sólo en cuanto a la información sobre su vida antes de la profesión, sino por lo que se refiere a la disciplina espiritual que sostuvo como religiosa y a las satisfacciones que recibió de su vida conventual. En su espiritualidad se echan de menos características de otras profesas, como el énfasis en cilicios y disciplinas, la constante angustia sobre la gracia de Dios o las complicadas visiones del cielo. Si bien, según ella, sufrió por muchos años la falta de un confesor adecuado, cuando encontró uno logró la paz espiritual. Su dedicación a la observancia de su convento sugiere una apacible celebración de Dios y de su estado de religiosa.
Aparte del interés social e histórico de la primera parte de su autobiografía, la narrativa sobre su vida conventual tiene características muy personales y que sugieren una espiritualidad diferente de la de otras religiosas. El ritmo autobiográfico de su niñez y primera juventud es sustituido por la pormenorización de sus prácticas y experiencia conventuales. La noción de tiempo desaparece bajo la descripción de la práctica religiosa. Inspirada en santa Teresa, san Ignacio y la madre María de Agreda, la capuchina nos ofrece una descripción detallada de sus prácticas devocionales. Las últimas sesenta páginas de su diario nos dan cuenta de cómo hacía sus oraciones y cómo cumplía los requisitos de su vida capuchina. Tenemos, pues, evidencia de primera mano de la reglamentación de la observancia y del significado simbólico de la oración en la misma. Fue precisamente la lectura de María de Agreda la que le dio conciencia a sor María Marcela de cuál debía ser el objetivo de su vida religiosa:
poner en ejecución todo lo que conduce a la mayor perfección, tomado por norte la divina voluntad cumplimiento de la ley; lo segundo en el de los votos y reglas; lo tercero el ejercicio general de todas las virtudes con sólo la mira de imitar a Cristo y seguir la doctrina de mi Madre y Señora.[49]
María Marcela lleva cuenta de las veces que diariamente hace reverencia al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y a María Inmaculada, llegando a la conclusión de que entre día y noche lo hace cuatrocientas veces.[50] Esta economía de la oración parece haber sido parte del culto dieciochesco y aparece en otras fuentes. En su ejercicio devocional María Marcela usó imágenes que evocaban espacios domésticos, ropas, utensilios, etc., adscribiéndoles a cada uno una virtud o un ofrecimiento simbólico, creando un “retablo espiritual”, en el que expresa sus formas de allegarse la voluntad de Dios, de naturaleza eminentemente femenina. Por ejemplo:
También hacía otra cosa la cual ahora me cuesta mucho trabajo y era andar rezando cuando trabajaba y lo hacía a la Virgen un adorno el cual es como sigue: lo primero, rezaba la hora de quince misterios y era el vestido; la punta de la letanía. Lo sembraba de flores, eran a cada hora una Ave María con la salutación a cada uno de los miembros de la Señora. El manto, el rosario que se reza en comunidad la corona de siete misterios o la de doce excelencias con doce avesmarías. La palma las alabanzas que comienzan Inmaculada primera. Cinco joyas son cinco salmos que componen las letras de su nombre. Un ramillete para las manos de cinco avesmarías con cinco jaculatorias. También a honra de su nombre y otras cosas que no expreso por no hacer procesos. Esto lo hacía en el discurso del día mientras andaba a hacer labor en la que pido a Dios que como uno los hilos se una mi alma, y hago tantos actos de amor cuantas son las puntadas que doy labor de manos.[51]
También notable es el uso de las distintas horas canónicas para llevar su meditación sobre la pasión de Cristo y los sufrimientos de María, práctica de influencia jesuítica.[52] María Marcela fue también visionaria, y aunque las visiones no fueron el centro de su vida espiritual, sí puntualizaron una intensa vida interior en la cual estas comunicaciones le permitieron fortalecer su conexión con Dios, comprender su mensaje y ratificar lo que veía y escribía no producto de su imaginación o tentación del demonio. Esta contemporánea de sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad y sor María de Jesús Felipa también corrobora la necesidad de establecer su autorización divina. Tras varios días en que el Señor se muestra enojado con ella por las dudas que alimenta sobre sus comunicaciones, recibe el siguiente mensaje:
“Mira con ver, ¿cómo pudiera el demonio darte a conocer tantas verdades ni la imaginación fabricar tantas grandezas? Entiende y cree que soy yo quien obra en ti. No temas y sabe que el haberme mostrado tan riguroso ha sido de pena de tus desconfianzas.” Esto habló Dios a mi alma con aquellos santísimos y amorosos besos que acostumbra y al mismo tiempo más y más se manifestaba sus grandezas y atributos con que quedé totalmente sosegada y sumamente humillada y agradecida.[53]
María Marcela Soria, escritora espiritual, es otro ejemplo de una generación de mujeres que calladamente se dedicaron a recoger sus experiencias interiores, sin otro interés que el de conocerse mejor a sí mismas. La escritura quizá le atemorizaba, pero no tanto como para inhibirla, y así dejó correr su pluma no para explicar, sino para venerar:
Intentar comprender lo incomprensible es temeridad reprensible; explicarme digo ser empresa imposible [...] Y así hallo por acertado suspenderme y venerando a tan tremenda majestad cual es el autor de ellas, confesar mi ignorancia y juntamente alabarle por lo mucho que sin merecerlo le debo.[54]
A finales del siglo la escritura continuaba estableciendo puentes entre lo divino y lo humano, como lo ejemplifican las cartas de sor María Ignacia del Niño Jesús a su confesor.[55] Aquejada de sufrimientos físicos que la hacían guardar cama, sor María Ignacia del Niño Jesús se asemeja a la madre Lorravaquio en la forma de crearse un mundo propio, íntimo y visionario. Esto lleva a Ellen Gunnarsdóttir, en su reciente estudio, a afirmar que, en la expresión de piedad, el espíritu barroco sobrevivió hasta fines del xviii. Pero las visiones de esta monja no son solemnes, como las de la madre Lorravaquio, las de sor Sebastiana de las Vírgenes o sor María de Jesús Felipa, sino de carácter doméstico. Sus santos favoritos, su esposo Jesús y su madre María, estaban en contacto con ella a diario. María Ignacia establece relaciones afectivas con ellos, sin trazas de reverencias rituales y más bien propias de un ambiente familiar. También es de notar la relación personal que estableció con su padre espiritual, en la cual trastrueca los papeles y resulta ella ser la guía de él y su intermediaria con Dios. Los escritos de sor María Ignacia indican que la espiritualidad tomó varias rutas. Una de ellas es este epistolario, nacido no de una imposición de confesión sino de la necesidad y voluntad de mantener una comunicación intelectual y espiritual con Cristo, quien fue para las religiosas su interlocutor más apreciado, y con su confesor, en quien se apoyó de modo personalísimo, con una intimidad que, si bien tenía visos de dependencia, también los tuvo de poder sobre su receptor.
La expresión devocional de las religiosas de mediados del siglo xviii contó con una figura cimera, la de la madre María Anna Águeda de San Ignacio, que, a diferencia de las otras, recibió el homenaje intelectual de tener sus obras impresas a expensas del obispo de Puebla, Pantaleón Álvarez de Abreu. Quizás el propósito específicamente pedagógico-piadoso de sus escritos le conquistó esa palma. La madre María Anna no fue la única religiosa que dedicó su tiempo a escribir este tipo de literatura, pero sí fue la de más altos vuelos. Existieron otros pequeños libros de oraciones y devociones escritos por monjas y autorizados por los prelados.[56] Estos humildes libros de devociones fueron medios de fortalecer una comunidad literaria y espiritual de la cual sabemos poco. Por su parte, conocemos a la madre María Anna mucho mejor gracias a la biografía que le dedicó su admirador Joseph Bellido.
María Anna Águeda se crió en una familia de padres piadosos y siempre tuvo a mano lecturas edificantes. Sabía latín, que cita libremente en sus escritos sin proveer traducción alguna, asumiendo que sus lectores manejaban la lengua. De la lectura de sus textos se desprende su conocimiento del Nuevo y Antiguo Testamento, Thomas à Kempis, María la Antigua y obviamente la teología medieval. El culto mariano fue central en su vida, pero también lo fueron el de Cristo y la observancia de las reglas del convento de Santa Rosa de Santa María, en Puebla, del cual fue fundadora espiritual.[57]
Aún en vida la madre María Anna fue de las figuras más reverenciadas en Puebla, y a su muerte su biografía y la edición de sus obras estuvieron a cargo de fray Joseph Bellido.[58] La única de sus obras que vio la luz antes de su muerte, en 1756, fue el libro de las reglas del convento que apareció en 1746.[59] Ninguna otra monja mexicana había logrado el privilegio de escribir las reglas de observancia de su convento. Su producción intelectual estuvo muy alejada de la literatura visionaria del siglo anterior y aun de la de su siglo. María Anna Águeda, de acuerdo con su biógrafo, experimentó visiones, pero las mismas se revelaron a su confesor en los cuadernos de apuntes que, de acuerdo con la costumbre, le pasaba la religiosa a Bellido, quien los cita en su biografía. La mención de ciertas revelaciones en sus obras sirve para apuntalar su propia voz, pero su objetivo no fue el de deleitarse en esas visiones, sino el de ayudar a otras almas a alcanzar la perfección religiosa. A ese fin fueron dedicadas sus mejores obras, el Oratorio espiritual, las Meditaciones de la Sagrada Pasión, Leyes de Amor Divino, y los Mysterios del Santísimo Rosario.[60] Su repertorio devocional es amplio y es compartido por Cristo y María, por la cual tuvo especial afecto. María Anna maneja con destreza los textos religiosos. Sus exégesis de las vidas de María y Cristo son claras, ortodoxas y cimentadas en una amplia cultura teológica. Sin embargo, la obra más relevante para la vida conventual es las Leyes de Amor Divino que debe guardar la fiel, amante esposa de Christo, en la que explica las leyes que debe seguir la esposa para agradar a su divino esposo.[61] Repasando las premisas del Cantar de los Cantares, María Anna deja sentado que la tarea de la esposa es atraer al amado, tradicional actitud en las relaciones de género. La humildad es la virtud más cara a Jesucristo. Sobre ella se construye el edifico de las obligaciones a Jesús: puro amor desinteresado, entrega total de sí misma, conformidad con la voluntad del amado y atención completa a él, con la vista y el oído. La esposa debe alabar a Jesús, celar su honor y hacienda, anhelar la mayor perfección, y vivir su vida, esto es, imitarlo, para lograr la última y divina unión con él.
Muere la criatura muerte de amor, cuando la alma dándole alcance a su Amado, por su imitación, llega a sus brazos, donde con esta posesión tanto crece en ella el amor, y cobra tantas fuerzas, que desfallecida la naturaleza, pierde sus bríos, inclinaciones y apetitos, y se da por vencida en la gracia y amor divino.[62]
El imaginario de la relación entre el alma y su amada es fuertemente antropocéntrico, como lo deja asentado la cita anterior. En esto María Anna no es diferente de otras escritoras espirituales novohispanas, cuya “sensualidad” barroca las lleva a concebir lo divino en términos muy arraigados a la realidad natural y al comportamiento humano. Dentro de la tradición cristiana esta conjunción entre lo físico y lo espiritual fue aceptada desde el medievo.
En el mundo de sor María Anna la Virgen María conserva su papel medular de protectora de la humanidad. María es vista como fuente de sabiduría, la cual dispensa en su leche, alimento sagrado, a quienes se acogen bajo su protección. La madre de Cristo es también fuente de gracia, caridad y sabiduría, y en sus brazos y en su leche se aprende a conocer el significado de su hijo.[63] En el Mar de Gracias que comunicó el altísimo a María Santísima se exalta no sólo la concepción de María como “ideada en la mente divina” y “madre del Verbo Eterno”, sino como madre de pecadores. La maternidad putativa de María es motor poderoso en la espiritualidad dieciochesca que las religiosas acogieron calurosamente desde el siglo anterior. La metáfora que emblematiza la leche de tan “soberanos pechos” riega la Iglesia, alimenta a santos, y se ofrece como líquido pletórico de prodigios, misericordia, prudencia, justicia, esperanza, templanza y otras virtudes. En María Anna la exaltación mariana adquiere una plenitud sin rival en religiosa alguna de ese siglo.
En las Meditaciones de la Sagrada Pasión María Anna sigue una ruta más tradicional, en cuanto son formas de rezo dirigidas a ensalzar las glorias de Jesucristo crucificado. En Modo fácil y provechoso de saludar y adorar los sacratísimos miembros de Jesuchristo en su santísima Pasión, la monja exalta lo divino, recorriendo el cuerpo de Cristo y subrayando cada una de sus injurias físicas, que se contrapesan con alabanzas, devoción y ruegos por el perdón de los pecadores, la bendición de los justos y la caridad de su amor. También compuso Ejercicios de tres días para su convento, siguiendo fórmulas tradicionales de meditación de la pasión, y meditaciones para oír la misa. De especial interés es un Oratorio espiritual que redactó a petición de una religiosa jerónima, y que es similar a otras formas de meditación que seguían otras monjas. Aconseja a la religiosa construya un templo virtual en su alma para la veneración de Jesús y María, cuyos elementos arquitectónicos serían las virtudes que debería observar. Allí se encuentran custodias, flores, alfombras y vidrieras transformadas en prácticas que el ayudarán a conseguir mejor observancia y que recuerdan el formulario seguido por sor María Marcela. Es importante recalcar la comunicación entre las religiosas de diferentes conventos y órdenes que indica una red de contacto espiritual y la solidaridad que se establece a través de las mismas.
Este recorrido por la literatura conventual femenina del siglo xviii sugiere que las religiosas son sujetos literarios en sentido estricto, y que aunque pocas disfrutaron del reconocimiento abierto de sus contemporáneos, sus escritos merecen más atención de la que han recibido hasta ahora. Es muy probable que aún reposen obras inéditas y ejemplares de epistolarios en archivos particulares o nacionales.[64] En todo caso estos documentos contienen la posibilidad de ensanchar nuestro conocimiento histórico de la cultura religiosa y del imaginario devocional de la época. Otra ruta que queda por explorar es la de estudiar comparativamente los escritos de las religiosas y los que escribieron sus biógrafos utilizando los de sus hijas espirituales o inspirándose en los mismos, como los elogios fúnebres. Un análisis paralelo de estos tipos de fuentes nos permitiría desentrañar el carácter de las relaciones de género dentro de la Iglesia, tema que ha permanecido sugestivamente esquivo a las investigaciones de eruditos. En todo caso, tanto los escritos de religiosas como los de beatas dejan sentado que existió una voz de mujer que está reclamando nuestra atención y estudios dedicados a su rescate.