Enciclopedia de la Literatura en México

Breve recuento de la edición colombiana

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Texto de Paula Andrea Marín Colorado

 

Aunque varias veces se ha ubicado el inicio de la edición en Colombia en la llegada de la imprenta de los jesuitas en 1735, el primer testimonio tipográfico en 1738 y la instalación de la Imprenta Real en 1778, la historia de la edición en Colombia debe ubicarse mucho más atrás. Los estudios de Selnich Vivas Hurtado (Minúscula y plural) han hecho énfasis en la necesidad de vincular a la historia de la edición y de la lectura en Colombia los lenguajes y modos de expresión de las comunidades indígenas; los de José Luis Guevara Salamanca (ubicados en la Colonia) llaman la atención sobre la circulación profusa de libros impresos y manuscritos en el territorio neogranadino; por su parte, los más recientes trabajos de Álvaro Garzón Marthá (Lectores, editores y cultura impresa) se han centrado en demostrar cómo los libros que circularon en la Nueva Granada no respetaron las prohibiciones de los Reyes Católicos y del emperador Carlos V, y este hecho llevaría a contradecir aquella creencia en que lo que más circuló fueron libros religiosos, pues junto a ellos circularon el libro científico y, aún con más profusión, el libro de ficción.

El libro de Alfonso Rubio y Juan David Murillo: Historia de la edición en Colombia 1738-1851, presenta una periodización que determina hechos fundamentales para la circulación de impresos en el país. La finalización del siglo XVIII estuvo acompañada de la aparición del primer papel público neogranadino que tuvo periodicidad: el Papel Periódico de Santafé, editado por Manuel del Socorro Rodríguez. Entre 1822 y 1851, aumentan los talleres de imprenta, los impresos y se multiplica la publicación de periódicos (aunque son pocas las publicaciones que sobrepasan el año de existencia), pese a las altísimas tasas de analfabetismo; en cuanto a libros, los best sellers de esta época y del resto del siglo serán los catecismos (específicamente, el cristiano del padre Astete) y los manuales (específicamente, el de urbanidad del venezolano Manuel Carreño). Serán las publicaciones periódicas las que sostengan la naciente industria editorial colombiana durante todo el siglo XIX (a pesar de las dificultades para conseguir tipos móviles y papel), así como el Estado, ente que al promover la impresión de leyes y comunicados oficiales, así como publicaciones periódicas oficiales, legitimó e impulsó –a la par de un orden político– el uso el impreso y la opinión pública en el país, e indirectamente la publicación y circulación del libro legislativo.

1851 será un año importante para la historia de la edición colombiana porque se decreta la libertad absoluta de imprenta. A partir de allí se duplican las imprentas, proliferan aún más las publicaciones periódicas y, gracias al fomento de la educación, por parte del Estado (ya iniciado en décadas anteriores), el mercado del libro escolar se convierte en otro renglón fundamental para el sostenimiento de la industria editorial nacional, primero, a través de editores y libreros extranjeros, pero luego también con la participación –tímida– de la producción nacional. 1851 también es el año en el que se ubica la aparición de la primera librería en Colombia, establecida por el francés Juan Simonnot, según lo han establecido los investigadores Gilberto Loaiza Cano y Juan David Murillo. Los trabajos de estos dos investigadores también han establecido que es a partir de la década de 1880 que se amplía el circuito de las librerías en el país, las cuales eran a la vez importadoras de libros e impresoras.

Gracias a la secularización introducida por las reformas de los gobiernos liberales, las décadas de 1860 y de 1870 facilitarán la aparición de bibliotecas nocturnas, libreros y bibliotecas ambulantes, vendedores de libros usados y gabinetes de lectura, según lo ha demostrado Gilberto Loaiza Cano en su trabajo sobre la expansión del libro en Colombia en la segunda mitad del siglo XIX; las mujeres, los niños y los obreros se sumarán al público lector emergente en el país, gracias, en gran parte, a los esfuerzos de los gobiernos liberales por aumentar la cobertura educativa. Hacia finales de este siglo, aparece la primera gran colección editorial editada por un colombiano: Jorge Roa y su Biblioteca Popular (1893-1910). Esta colección de 178 títulos, que albergó obras de autores nacionales (69) y extranjeros, ha sido estudiada por el investigador Miguel Ángel Pineda Cupa (Lingüística y Literatura 71), quien ha determinado el prestigio y el éxito alcanzado por este editor-librero-impresor con su colección.

Entre 1911 y 1930, el parque impresor en el país tiene sendos adelantos: en 1911 llega el primer linotipo al país y en la década de 1920 llegan las primeras máquinas impresoras automáticas en pequeño formato, según figura en el trabajo de Gonzalo Canal y José Chalarca. La censura volverá a marcar la historia de la edición en el país durante los últimos años del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, debido a los decretos sancionados por el gobierno, concretamente, la famosa Ley de los Caballos (1888); el gobierno quería frenar la propagación de las ideas liberales y por ello ejerció control sobre los libros importados y producidos en el país, y sobre las publicaciones periódicas. El trabajo de Shirley Tatiana Pérez Robles (Minúscula y plural) aborda este período de la historia de la edición en el país.

La llegada de los gobiernos de la República Liberal (1930-1946) supone un segundo momento de auge de los impresos en el país (tras las reformas de los liberales radicales de la segunda mitad del siglo XIX). Las medidas tomadas por el Estado colombiano para impulsar la circulación de libros y revistas culturales, y para crear un ambiente que estimulara la vida cultural en todas sus manifestaciones se ven reflejadas en dos hechos: la publicación de la Biblioteca Aldeana y de la colección Biblioteca Popular de Cultura Colombiana. La Biblioteca Aldeana fue un conjunto de colecciones de libros de literatura colombiana (la Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana), literatura universal (la Colección Araluce), libros científicos e históricos (de la editorial Appleton), libros pedagógicos (de la editorial Seix Barral) y cartillas “rurales” para instrucción de los campesinos; estos libros fueron puestos en circulación a través de las numerosas bibliotecas que se fundaron en diversas ciudades y pueblos del país. Parte del trabajo del investigador Renán Silva Olarte se ha enfocado en esta Biblioteca Aldeana para indagar su aporte a la popularización del libro en Colombia.

Por su parte, la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana (BPCC) fue una colección editorial dirigida por Germán Arciniegas desde su cargo como ministro de Educación; estuvo compuesta por 161 volúmenes. Al igual que la Biblioteca Aldeana, la BPCC se distribuyó a través de la incipiente red de bibliotecas del país, pero también fue comercializada a través de librerías, a precio de costo. El precio de los libros, su diseño y el hecho de que se propusiera como un compendio de lo mejor de la cultura colombiana produjeron lo que los testimonios de la época han calificado como un caso de éxito editorial, que contribuyó a la ampliación del público lector en el país. Una de las investigaciones de Paula Andrea Marín Colorado se centra en el análisis de esta colección estatal.

En relación con el ámbito comercial de la edición colombiana en esta época, es necesario nombrar al impresor y editor Arturo Zapata Tirado con la Casa Editorial y Talleres Gráficos Arturo Zapata. La edición de casi 100 libros entre los años 1928 y 1954, la introducción de renovaciones técnicas en el ámbito de las artes gráficas, el uso de un diseño editorial vanguardista para la época y la utilización de un circuito alternativo (los trenes) a los tradicionales en Colombia para la venta y promoción de sus libros son aspectos que se destacan en el trabajo editorial de Zapata y que marcaron el éxito de su proyecto. Este editor también ha sido objeto de las investigaciones de Paula Andrea Marín Colorado.

La segunda mitad del siglo XX, en relación con la edición nacional, arranca con la promulgación de la Ley Esmeralda, en 1958, la primera Ley del Libro que se sancionaba en el país. Esta ley ayudó a aminorar los costos de producción editorial, en relación con el pago de impuestos por concepto de servicios postales, exportación de libros e importación de maquinaria y papel para impresión. Las décadas de 1960 y de 1970 son el momento de los Bolsilibros de Bedout, una colección de libros de literatura colombiana y universal, filosofía e historia que alcanzó tirajes de 10.000 ejemplares de cada título. Bedout marca para el país la consolidación de la edición comercial; esta editorial ha sido estudiada por la investigadora Diana Paola Guzmán.

A finales de esta década, aparece la editorial Tercer Mundo y en la década de 1970, a la par que se sanciona la segunda Ley del Libro (1973), surgen, en la ciudad de Medellín, editoriales con una clara tendencia de izquierda, entre ellas: La Oveja Negra, La Carreta, El Tigre de Papel, Zeta, La Pulga, Estrategia, Hombre Nuevo, Ocho de Junio, Norman Bethune y Pepe; aunque solo las dos primeras siguen en funcionamiento –aunque ya sin esa política editorial de izquierda–, durante una década, esas editoriales crearon lo que se ha denominado en Colombia como el auge del libro de izquierda, cuya circulación fue impulsada, sobre todo, por los estudiantes universitarios, miembros de grupos sindicales y políticos revolucionarios. Este fenómeno ha sido estudiado por el investigador Juan Guillermo Gómez García y preparó un circuito editorial para el libro colombiano (de autores colombianos y sobre temas colombianos), hecho que constituye un cambio ostensible respecto a los momentos anteriores de la historia de la edición nacional, en los que predominó la circulación de libros importados.

Tras la desaparición de estas editoriales de izquierda, surgen diversos proyectos editoriales desde finales de la década de 1970 y durante la de 1980 que dinamizarán el espacio editorial colombiano con la publicación de títulos de interés general (literatura, ciencias sociales, humanidades, periodismo): Carlos Valencia Editores, El Áncora, Norma (asociada al grupo Carvajal) y más adelante Arango Editores y Villegas Editores. Hasta el momento, solo Carlos Valencia Editores ha sido objeto de una investigación en profundidad, de autoría de Paula Andrea Marín Colorado y Margarita Valencia. Esta década de 1980 se puede considerar como el momento de mayor auge de la industria editorial colombiana por dos hechos: el aumento exponencial de títulos publicados (de 628 títulos publicados en 1971, se pasó a 9.000 títulos en 1989) y de ejemplares impresos por título (gracias, en gran parte, al éxito excepcional de las ediciones de los libros de Gabriel García Márquez por La Oveja Negra), y la diversificación de la oferta editorial, más allá de los tradicionales mercados de las publicaciones periódicas, el libro escolar, el libro religioso y el legislativo. La Oveja Negra ha sido abordada en investigaciones de Santiago Vásquez Zuluaga y Fabián Gullaván.

Para este momento, los colombianos empezaron a ver más libros de editoriales nacionales en las vitrinas de las librerías, almacenes de cadena, farmacias y semáforos, estos últimos, nuevos espacios de circulación del libro que se fueron afianzando en esta época. Se trató de un proceso de masificación del libro que en épocas anteriores no había podido consolidarse y al que contribuyó también el impulso dado desde Colcultura con la publicación de varias colecciones (puestas en circulación también casi a precio de costo como la BPCC), entre ellas, la Colección Autores Nacionales y la Colección Popular, ambas analizadas por la investigadora Paula Andrea Marín Colorado. Pese a esta campaña de masificación, el público lector colombiano seguía y sigue siendo bastante pequeño.

La década de 1980 también será la de la instalación de filiales de editoriales extranjeras: Círculo de Lectores (de origen alemán) y las españolas Plaza y Janés y Planeta. El espacio editorial nacional cada vez tendrá que competir más con estas filiales a las que se sumó Alfaguara, también española, a finales de la década. La Ley del Libro de 1993, la entrada de China a la competencia por el mercado de impresión de libros –en el que Colombia había tuvo ventajas durante las décadas de 1970 y de 1980– y la disminución de estímulos fiscales para la exportación de libros, sumada a este inicio de la concentración editorial, a través de estas filiales extranjeras, producirán una debacle de la edición nacional solo contrarrestada por la conversión de Norma, a su vez, en una multinacional.

La decisión de esta editorial de cerrar su renglón de edición literaria, en 2011, marca el fin de esta etapa de consolidación de la industria editorial en el país. La última década, sin embargo, ha estado marcada por el surgimiento de diversas empresas editoriales pequeñas y en vías de profesionalización (Babel, Tragaluz, Laguna, Luna, Rey Naranjo, Sílaba, Manuvo, por mencionar solo algunas), varias de ellas centradas en la producción de títulos de literatura infantil; en esta última década también debe mencionarse la profesionalización de la edición universitaria, uno de los renglones editoriales de mayor crecimiento en los últimos años, y el surgimiento de programas de formación para editores en el nivel de pregrado (Estudios Literarios y Edición, de la Universidad Jorge Tadeo Lozano) y de posgrado (la maestría en Estudios Editoriales del Instituto Caro y Cuervo).

 

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