Arias de Villalobos, a quien ya adivinamos, más que conocemos, en el teatro de tránsito, probablemente trajo a la Nueva España el primer trasplante de Luis de Góngora. Hubo un instante en que pareció ponerse a la cabeza del Parnasillo. Pero el “solo” de su poesía de ocasión, el discurso en verso que acompaña a su Obediencia… a D. Felipe IV, pronto se ahogan en el conjunto. Su Mercurio, canto histórico y descriptivo a la capital del Virreinato, supera a Cueva y aun a Salazar y Alarcón, pero no se mide con Bernardo de Balbuena. Entre altibajos, trae pasajes atractivos sobre la conquista, con la habitual mescolanza de aztequismo y cultismo, a que añade una indecible gracia anacrónica.