Augusto José Antonio Roa Bastos (1917-2005) fue un narrador, poeta, ensayista, dramaturgo y guionista paraguayo. La crítica lo ha considerado el mayor exponente de la literatura de su país y uno de los grandes escritores de la literatura en español del siglo xx.[1] En el centro de la obra de Augusto Roa Bastos palpita el Paraguay como un corazón que lo irriga todo. Esa geografía humana y natural no es un mero escenario ni un aspecto entre otros. Es la materia misma de la que está hecha la escritura roabastiana. No es descabellado decir que pocas bibliografías se han arraigado tan hondamente en una cultura como la de este autor. Nacido en Asunción pero criado en Iturbe, una población rural, europeo por vía sanguínea pero americano por afinidad, educado con rigor en la lengua de Cervantes pero inmerso física y anímicamente en la lengua guaraní, injerto en las clases altas pero en realidad pobre de niño y joven, Roa Bastos se convirtió en ese engranaje entre tradiciones –la nativa y la occidental– que tanta falta le hacía a la cultura paraguaya. Moldeó el español a tal grado que pudo finalmente integrar y amplificar la vertiente autóctona. Este cometido de implicaciones sociales nace de una rebeldía, un afán de protesta que justifica también el interés punto menos que obsesivo del escritor por el tema del poder y sus abusos, por la tiranía y su reverso, la opresión. A ello apuntaba ya la índole binaria de la relación entre sus padres, Lucio Roa, figura de autoridad, y Lucía Bastos. Y a ello abonó, sin duda, el exilio prolongado que padeció el escritor, primero en Argentina y luego en Francia. Sobre estos dos rieles, el de la tradición y su mitología encarnadas en la lengua española, y el de la dualidad tiranía-avasallamiento, se desplazan las obras principales de Roa Bastos: Hijo de hombre (1960), ensamblaje de cuentos que deviene novela y presenta con crudeza el dolor del Paraguay a lo largo de décadas, y Yo el Supremo (1974), delirante grottesco del dictador decimonónico José Gaspar Rodríguez de Francia que amalgama historia, mito y ficción para plasmar una figura humana de espejos y meditar largamente sobre las contradicciones del poder y el lenguaje. A Roa Bastos se le ha querido adscribir al boom latinoamericano, no sin resistencia suya y de importantes críticos. Su obra, en realidad, es como el Paraguay, isla rodeada de tierra, comunicada con otras en todas las coordenadas pero al mismo tiempo sola, un género en sí misma.
Tal vez haya que buscar el germen de la indignación de Augusto Roa Bastos ante la injusticia y esa obsesión por el poder como problema social pero también existencial en el núcleo familiar del escritor y en su primera infancia. Lucio Roa, su padre, se condujo en el hogar con suma autoridad. En opinión de uno de sus biógrafos, “proporcionó a su hijo los primeros ejemplos de totalitarismo que habrían de preocupar al escritor durante toda su vida”.[2] La madre, en cambio, fue una mujer de actitudes y emociones delicadas que complementó, desde las antípodas, esa condición patriarcal. Dos extremos de difícil, cuando no imposible, conciliación en el fuero interior de casi cualquier persona. Se diría que Roa Bastos dedicó una vida a explorar la contradicción que conoció en el hogar y que tenía un evidente y tentador correlato en la realidad a un tiempo cruda y hechizante del Paraguay. Y lo hizo, siempre por aproximación (porque se trataba primordialmente de un problema psicológico, el de la propia identidad del autor), mediante la escritura. Padre y madre inocularon el conflicto, pero inocularon también la terapia, paliativo a veces, a veces alivio. El interés por las letras le vino de Lucía Bastos, quien lo acercó tiernamente a Shakespeare, a través de Charles Lamb, y fue coautora de la ópera prima del escritor, pero también le vino, y de un modo quizás más insidioso, del padre, ex seminarista de aspiraciones literarias malogradas que se ocupó de la primera educación de sus hijos, al tiempo que se ganaba la vida en un ingenio de azúcar, y que acaso observó la materialización de esas aspiraciones, por vía filial, en su hijo. La vocación literaria de Roa Bastos se habría definido así más por antagonismo que por concordia. Lo admitió, tal vez sin pretenderlo, cuando explicó así sus motivaciones: “escribía por la madre y en contra del padre”.[3]
Y que la complicada condición paraguaya se aviniera de manera tan natural al conflicto y la búsqueda del escritor también puede deberse a la infancia, más allá, por supuesto, del hecho obvio de que el autor tuvo su cuna ahí. Augusto José Antonio nació en el barrio de Villa Morra en Asunción, pero unos meses más tarde la familia se mudó a Iturbe, una población pequeña del departamento de Guairá situada a unos 150 kilómetros al sureste de la capital del país, donde el padre se iba a emplear en el ingenio azucarero homónimo. Ahí, en una localidad más rural y selvática que urbana, resumida en el profuso subtrópico de la Región Oriental, y a orillas del río Tebicuary, Roa Bastos pasó su niñez. La pasó, en otras palabras, inmerso en el mundo y la cultura guaraníes. En oposición sutil a la educación de corte occidental que provenía del padre, descendiente de españoles, Roa Bastos descubrió, y seguramente amó, aunque nunca ciegamente, los contornos vitales del pueblo originario. Cuando podía, además, cuando la vigilancia paterna era imposible o se atenuaba, Lucía Bastos le leía pasajes de la Biblia en guaraní, lengua que Lucio Roa degradaba por “plebeya”. En Iturbe debió atestiguar también la explotación de la que eran víctimas los nativos: “Vio a los niños que arrastraban carretillas cargadas de caña de azúcar morir de hambre”.[4]
Para cuando fue devuelto a la capital, a la edad de ocho años, Roa Bastos ya había interiorizado esa otra realidad, la de los pobladores vernáculos, acaso más profunda, sin duda más natural. De acuerdo al escritor, “...esta inmersión en un mundo no español, con sus estructuras y costumbres sociales diferentes, y su tradición viva de literatura oral, permaneció con él por el resto de su vida. Informó sus elecciones literarias lo mismo que sus ideales políticos, fundados en un agudo sentido de la justicia para los pobres y una desconfianza congénita del poder”.[5] La experiencia, asimismo, confirmó y afianzó la tajante dialéctica roabastiana: Paraguay como un fenómeno de muy marcados contrastes geográficos (la ciudad y el campo, la exuberante selva y el desierto severo), lingüísticos, étnicos, de clase e históricos (un antes y un después de la Conquista, un antes y un después de la Independencia). Un problema, por tanto, justo a la medida del conflicto íntimo del escritor, un mapa rico en posibilidades donde ensayar sus propias expediciones y luchas. Paraguay, de algún modo, era la cuestión justa que una personalidad como la de Roa Bastos requería para escribir, así como Roa Bastos se convirtió en el escritor que Paraguay tanto necesitaba.
No es raro que los ambientes opresivos y de signo autoritario traigan consigo el drama del desarraigo. Cuando tenía ocho años, Augusto fue enviado de vuelta a la capital, donde habría de alojarse con su tío abuelo, el obispo Hermenegildo Roa. El designio: que siguiera su educación pero bajo un régimen tradicional, concentrado en la franja del mundo hispanohablante. La decisión de enviarlo y los motivos tienen la impronta del padre. Roa Bastos debió alejarse de Iturbe y la cuenca prodigiosa del Tebicuary, su pequeña patria infantil, íntima y a la vez inconmensurable, de su madre y sus hermanos, del guaraní que podía olerse espeso en el aire y escucharse, una lengua que aprendió de otros niños del poblado. Fuera del mes que pasaba en Iturbe los veranos, Augusto radicaba en Asunción. Le dolía estar lejos de su familia.[6] “El futuro escritor –se ha dicho acertadamente– experimentó su primera forma de exilio.”[7] Pero también descubrió una libertad desconocida y de seguro embriagante. En el obispo Roa, Augusto encontró a un hombre ilustrado, un modelo de preeminencia social y ambición intelectual –especialmente lograda en el ejercicio periodístico, que el sobrino asumiría como propio años más tarde–, una gente solidaria y un protector; “...fue mi verdadero padre”, llegó a afirmar. Y en la vivienda de Mariscal López esquina con Doctor Morra encontró una biblioteca nutrida y diversa que pudo explorar a fondo bajo la flexible guía del obispo. “Tenía libros que estaban prohibidos, especialmente para un niño de mi edad... Me decía que los leyera con mucho cuidado, pero por lo menos me dejaba hacerlo, porque era un hombre razonable e inteligente”.[8] Leyó ávidamente a los clásicos, en particular los de España y Francia, entre ellos Rousseau y Voltaire, para producir así “...la fecunda amalgama entre dos tradiciones –la nativa y la occidental– que caracterizó su trabajo”.[9] A instancias del obispo, se aficionó asimismo por los autores místicos.[10] En Asunción asistió primero al República Argentina, un colegio público, y luego al prestigioso San José, gracias a una beca.
Si la población de Iturbe le dio crianza, le mostró las dualidades físicas y humanas que buscaría resolver a través de la escritura, y se colocó en el centro nutricio de su memoria, del que tanto abrevaría su escritura, la casa del obispo Roa, que no dejó del todo sino hasta su exilio adulto,[11] lo llevó a experimentar una libertad a la que ya jamás renunciaría, lo expuso directamente a una forma masculina de la empatía y la clemencia, y dispuso ante él los caminos de la pasión estética e intelectual, tupidos e intricados según él los fue siguiendo. Ya desde entonces el desarraigo le dejaba ver sus distintas caras: dolor y oportunidad.
Es muy significativo que Roa Bastos escribiera su primera obra en coautoría con su madre o al menos con su ayuda[12] –tal vez durante el verano o durante una larga convalecencia en el pueblo de la infancia por bronconeumonía, que lo lleva a la escritura como descarga–, y que juntos eligieran un caso desesperante de brutalidad como materia a tratar. Augusto tenía apenas once años y la pieza de teatro recibió el título seguramente irónico de La carcajada (1928).[13] Se refiere a los soldados que de cara a la inminente guerra con la vecina Bolivia fueron desplazados a la frontera del noroeste, a través de la árida y deshabitada Región Occidental. La guerra nunca estalló y muchos de los soldados murieron de inanición en ruta al combate. Augusto y Lucía Roa fueron de pueblo en pueblo representando la obra, que invariablemente conmovía a los asistentes. El dinero recaudado fue entregado a los soldados que lograron sobrevivir.
Escribió su primer cuento, “Lucha hasta el alba”, en 1930.[14] Inspirado en el pasaje bíblico del combate nocturno de Jacob con el ángel, que su madre le leía y comentaba en lengua guaraní, incrustándolo a veces de elementos de la vida y el entorno inmediatos del niño,[15] versa sobre la violencia familiar y remite por fuerza a la biografía del autor. “El argumento se reduce... a la acción de un muchacho campesino que sufre en su cuerpo y su amor propio el castigo de un padre demasiado severo [y que] desconoce el verdadero alcance de la respuesta de su hijo”. Entre los personajes “...se incluye la figura femenina como moderadora entre el agresor y el agredido”.[16] El relato permaneció extraviado por más de tres décadas. “El manuscrito roto, casi ilegible y al que le faltaban páginas, representó para mí la prueba de un doble parricidio, el más simbólico”.[17] Vio la luz en 1979, luego de que el autor lo reescribiera.
Ritos de iniciación, ambos textos, que ponían de manifiesto el impulso de abordar, y de esta forma enfrentar, el problema del poder, sus abusos y su brutalidad. Avanzadas juveniles que saltaron del campo literario al de la acción. Si antes, en el 28, se había limitado a atestiguar la movilización del ejército paraguayo a la frontera con Bolivia, “...una suerte de adelanto de la guerra del Chaco...” que lo forzaría a cobrar plena conciencia histórica, después, en 1933, a los dieciséis años, resuelve participar en el cruento conflicto (1932-1935), ya desencadenado, abandona la escuela a hurtadillas, junto con otros alumnos, y se enlista.[18] Es desplazado en Puerto Casado, punto nodal del conflicto.[19] Aunque nunca llega al frente, tanto en el servicio de enfermería, donde fue camillero, como al final de la lucha, cuando se le encomienda la custodia de un grupo de presos bolivianos, Augusto experimenta los horrores de la guerra y se desatan en él profundos cuestionamientos. Asiste “...al dolor físico y moral del soldado que únicamente guarda las señales y los recuerdos de su miserable grandeza”.[20] Culpa de estas vejaciones al imperialismo yanqui.[21]
La difícil situación económica del padre y la familia había motivado a Roa Bastos a emplearse desde niño, primero en tareas simples, “trabajos domésticos” en la casa de Iturbe por los que “le regalaban” algunas monedas, más adelante al servicio de los alumnos más ricos del San José, resolviéndoles trabajos escolares y volviéndose así útil y estimable a sus ojos.[22] Por rebeldía, necesidad o ambición, antes de desplazarse a la frontera en guerra había abandonado los estudios para realizar labores de corte administrativo en un banco.[23] De esas fechas datan también sus primeras incursiones en el periodismo radiofónico y la prensa, como colaborador ocasional de El País, un medio asunceño de oposición que acabará por tener un papel toral en la formación del escritor. De regreso del frente, en el 35, prueba distintos oficios –es cartero y dependiente en la tienda de unos tíos que no lo retribuyen, además de tomar cursos de economía y derecho en la universidad[24]–, se reincorpora a la banca y vuelve a colaborar en el diario.
Estos años también vieron la aparición pública de Roa Bastos como escritor. En el 37 terminó su primera novela, Fulgencio Miranda, con la que ganó el Premio del Ateneo Paraguayo. Aunque nunca se publicó, le dio visibilidad en el acotado medio literario del país. Rondaba apenas los veinte años. Roa Bastos no tenía ambiciones de gloria, según las palabras de Hugo Rodríguez-Alcalá, crítico y amigo cercano del autor en los tiempos de Asunción, pero daba muestras ya de la erudición, la capacidad técnica y el genio poético que lo iban a distinguir. Empezaba a asomarse a la literatura de las últimas décadas, pero sus grandes modelos seguían siendo los clásicos españoles de los siglos xvi y xvii, junto con Shakespeare, los metaphysical poets y los místicos que le habían inculcado en la infancia, y componía, con poderes miméticos y creativos notables, a la manera de ellos. “Escribe como se escribía hace tres siglos, pero lo hace con increíble maestría”.[25]
Sin embargo, el idealismo, la gracia y el tono bucólico que encontraba en Garcilaso poco le habían de servir para expiar la violencia que había atestiguado desde la infancia, lo mismo en la ribera del Tebicuary y en la plantación de azúcar que en el hogar y, ahora –potenciada por los “tanques, aviones [y] cañones de largo alcance”[26]–, en la Guerra del Chaco. Debió agotar a Jiménez y a la poesía moderna de Darío y Lugones, pasar por Rilke, Valéry y Breton, y desembocar al fin en la explosión de voces de Joyce y Woolf por vía de William Faulkner. “Especialmente Faulkner –afirmó Roa Bastos–. Diría que ejerció una profunda influencia sobre todos los escritores latinoamericanos de mi generación, como Onetti y García Márquez. Todos pasamos por [ahí]. También hubo otros, como Hemingway, Hawthorne y Melville, que nos ayudaron a liberarnos de la pesadez del estilo español.”[27]
Para entonces, Roa Bastos era ya uno de los redactores avanzados de El País. Destaca, en particular, la serie de reportajes que hizo “sobre la vida y los hombres de los yerbales de la zona norte del país, en la frontera paraguayo-brasileña”,[28] donde pasó un tiempo en 1940. En ellos, consignaba de manera elocuente y compasiva la situación de virtual esclavitud en la que desgastaban su existencia esas comunidades sometidas por completo al cultivo del mate.[29]
En 1942, contrajo matrimonio con Ana Lidia Mascheroni, de Iturbe. Tuvo tres hijos con ella: Carlos Augusto, que murió al poco tiempo de nacido, Mirta y Carlos. Ese mismo año, el Ateneo Paraguayo galardonó y publicó El ruiseñor de la aurora y otros poemas, la primera colección lírica del escritor, que lo hizo ganar también el Premio Nacional de Poesía. En distintas ocasiones, Roa Bastos desestimó los trabajos de este libro por su índole arcaizante. Dos años después, la compañía del Ateneo montó El niño del rocío, pieza de teatro inédita. Otras obras dramáticas de la misma época, entre ellas La residenta, vieron los escenarios pero no así la imprenta. Junto a autores como Hérib Campos Cervera, Óscar Ferreiro, Josefina Plá y Hugo Rodríguez-Alcalá, integró el grupo Vy’a raity (‘Nido de alegría’, en guaraní), importante en el proceso que puso al día y relanzó la poesía paraguaya.
Su carrera ascendente en El País, que lo tuvo como jefe de información y, en 1944, como secretario de redacción, culminó en Europa. Enviado por el diario en calidad de corresponsal de guerra, Roa Bastos vivió en Londres, donde tenía una beca del Consejo Británico para asistir a cursos de periodismo radiofónico, y en París. Testimonio de esta experiencia es “La Inglaterra que yo vi”, un conjunto de observaciones de viaje y entrevistas con figuras como Luis Cernuda, André Malraux y Charles de Gaulle. Fueron publicadas por el propio diario en formato de folleto.[30] Tras su regreso a Asunción, se ocupó en El País de tres columnas: “Pasando el sombrero”, “Apostillas marginales” y “Recostado en la ochava”.[31]
Hasta aquí llega una etapa de la vida del escritor, la etapa asunceña y de formación. Inicia con el exilio sui generis que lo aleja de Iturbe y remata con la imagen de un Roa Bastos que está echando raíces: literarias, personales, profesionales. El segundo desarraigo –ahora, en 1947– es también involuntario. Si el primero lo propicia la autoridad paterna, el segundo lo impone la autoridad política de facto. En un caso, el uso o el abuso del poder en la familia. En el otro, el despotismo de alcances nacionales. En enero de ese año, la coalición gobernante del Partido Colorado y el Partido Febrerista se deshizo. Febreristas, comunistas y liberales sumaron fuerzas en contra de la facción que conservaba el poder. Se desata así una guerra intestina que llegó a cobrar la vida de unas treinta mil personas y derivó en el triunfo del Partido Colorado, constituido así en poder hegemónico. Desde la plataforma de la prensa, Roa Bastos había mantenido una actitud crítica. “Tenía el fervor de la democracia, de la libertad. Había escrito fuertes artículos en contra de dos gobiernos militares.”[32] Natalicio González, un sociólogo[33] zaherido “...por la opinión que Roa había dado de alguna de sus obras”[34] y a la sazón ministro de Hacienda, ordena la captura del escritor “vivo o muerto”. Roa Bastos escapa de las oficinas del diario por la azotea, se esconde en un depósito de agua mientras una patrulla registra y saquea su casa, y recibe al fin asilo en la residencia del agregado cultural de Brasil, Guy Buarque de Hollanda, amigo suyo. Desde ahí, cuarenta días más tarde, logra llegar por hidroavión a Argentina, gracias a un salvoconducto. “Sobre el rojo furioso de la tierra y las palmeras cada vez más enanas dije mi adiós al terruño. País de la profecía y del misterio para muchos, para mí lo es también.”[35] En Paraguay, la inestabilidad social y política continuó hasta el 15 de agosto de 1954, fecha en que asumió el poder Alfredo Stroessner. Mientras gobernó el general –lo hizo por casi 35 años–, Roa Bastos permaneció en el exilio.
El exilio fue una escuela permanente que me enseñó a ver las cosas con más seriedad. También significó dolor, como una muerte, un estado de duelo. Me tomó de cuatro a cinco años salir de la depresión, no sólo psicológica sino ontológicamente, recobrar mi dignidad como ser humano, que se había refugiado en las sombras. Me dediqué a escribir como un vehículo para recuperar mi condición humana...[36]
En Buenos Aires debió ocuparse en labores muy diversas para ganarse el sustento y sacar adelante a su familia. En los periodos de mayor dificultad, trabajó de camarero en un hotel de paso. Fue también empleado bancario, como en Asunción, agente de seguros para “La Continental” y vendedor ambulante. Pero no dejó de hacer tareas más afines a sus intereses. Escribía artículos, ensayos y guiones para cine, radio y televisión, traducía, editaba originales y pruebas de imprenta, hacía letras de canciones, ejercía el periodismo.[37] Aunque efímeramente, colaboró en El Clarín.
Ciudad cosmopolita, Buenos Aires lo expuso a una escena cultural efervescente y diversa, en intenso diálogo con las voces y corrientes europeas. Conoció a Ernesto Sábato, quien dejó en sus manos, para abocarse a la edición de El túnel, el curso de “Técnica de la Novela” que impartía en la Sociedad Argentina de Escritores (sade). Heredó asimismo las fichas informativas que Sábato utilizaba y que orientarían la incursión de Roa en el género. Llegó a ser amigo cercano suyo, lo mismo que de Borges.
Además de publicar una nueva edición de El ruiseñor de la aurora, que incorpora los textos que habían quedado fuera antes, en 1952 escribió algunos de los poemas de El naranjal ardiente. Saldo del desarraigo y lamento por el pueblo paraguayo, la versión definitiva de esta obra no vio la luz sino hasta 1983 (en 1960 apareció una edición provisional). Ese año también terminó los diecisiete cuentos de El trueno entre las hojas, su primera obra en este género. Trabajaba por entonces para una editorial musical de la ciudad. “En el sótano del edificio, sobre la gran mesa-guillotina de la imprenta que también le sirve de cama”, escribía.[38] El libro salió con el sello de Editorial Losada en 1953. Situados en el entorno semipoblado y salvaje que Roa Bastos había asimilado en la niñez, estos cuentos plasman la confrontación entre pueblos indígenas y extranjeros, la miseria que ha impuesto sobre el vencido y las llagas de la guerra. La naturaleza en plenitud y el pensamiento mítico guaraní sirven al autor para explicar la realidad de su país. En 1953, también, Roa Bastos abandonó por completo la poesía, tras componer y dedicar sendas elegías a Hérib Campos Cervera y Roque Molinari Laurín, amigos paraguayos. Pasaron tres décadas antes de que el escritor regresara a este género. Por invitación de Rubén Bareiro Saguier, se hizo colaborador de la revista paraguaya Cuenco, luego renombrada Alcor, como una manera de apoyar desde el destierro las luchas y movimientos que consideraba justos. Contribuyó hasta el cierre de la publicación en 1970. Fue también director de Taller Literario, revista de la sade.
El matrimonio de Roa Bastos con Ana Lidia Mascheroni duró dieciocho años. A mediados de la década de los cincuenta, el escritor tuvo una relación pasajera con María Isabel Duarte Rodi,[39] con quien tuvo otro hijo, el cuarto, Augusto Roa Duarte (1956-2005).
En 1957, el autor adaptó para el cine “El trueno entre las hojas”, relato que da título a su libro. Dirigida por el también actor Armando Bó, la película se estrenó en 1958. Inició así una etapa de trece años en la que Roa Bastos escribió los guiones de once películas más.[40] Aclaró que con el cine sus relaciones fueron “esencialmente utilitarias”.
Hubiera querido hacer un cine que escapara a los tremendos condicionamientos de la industria cinematográfica. [...]Pero cuando estuve dentro de la fábrica de sueños, mi experiencia fue tremendamente frustrante, fuera de dos o tres películas que escaparon a estos condicionamientos...[41]
Debieron pasar siete años, desde El trueno entre las hojas, para que Roa Bastos publicara un segundo libro de narrativa. Hijo de hombre (1960), cuya elaboración le tomó apenas unos meses, marcó el tránsito, aunque relativo, del cuento a la novela. El escritor regresa a su materia prima: los entornos naturales y sociales de la infancia en Iturbe, ricos en circunstancias y episodios de interés, pero también los momentos más convulsos de la historia paraguaya y su propia experiencia en la Guerra del Chaco. La novela se cierne sobre un largo periodo. Alterna la narración de un personaje central, Miguel Vera, con distintas narraciones en principio autónomas pero sutilmente articuladas con aquélla. Y despliega, como ya lo había hecho, un lenguaje heterogéneo, un español rebosante de vocablos, giros vernáculos y cadencias del guaraní que cobra protagonismo. Con Hijo de hombre Roa Bastos ganó el Concurso Internacional de Novela convocado por Losada en 1959. Obtuvo también la Faja de Honor de la sade y el Premio de Letras de la Municipalidad de Buenos Aires. A comienzos de los años ochenta, quiso revisar el libro con motivo de su traducción al francés. Eliminó ciertas partes, metió otras, incluido un capítulo completo, e incorporó una nota en la que explica los cambios en términos de una “poética de las variaciones”. En traducción de Iris Giménez, Fils d’homme apareció bajo el sello de Belfond (París, 1962). La edición en español de Alfaguara (1985) se basa en la francesa.
Como El trueno entre las hojas, la primera novela de Roa Bastos se benefició del impulso del cine. La película, que dirigió el argentino Lucas Demare a partir de un guion del propio escritor, se rodó el mismo año de la publicación y obtuvo premios en Buenos Aires y San Sebastián, España. Vinieron después las traducciones al alemán bajo el sello de Karl Verlag (1964); el inglés, el checo y el portugués (1965); el sueco (1967) y el noruego (1968).
En ese entonces, Roa Bastos tenía por compañera a Amelia Nassi Hanois, natural de Córdova. No tuvo hijos con ella.[42]
A El trueno entre las hojas siguieron otros volúmenes de cuentos. El baldío (1966) –que despliega una mirada benigna sobre el caso del exilio paraguayo y lleva a juicio la guerra civil que lo expulsó– reunió textos inéditos. En cambio, Los pies sobre el agua (1967), Madera quemada (1967), Moriencia (1969), Cuerpo presente y otros cuentos (1972) y la segunda edición de El baldío (1976) recuperan piezas de títulos anteriores y las mezclan con trabajos inéditos. En 1982 sale “Variaciones sobre un tema de Julio Cortázar”, con el que celebra al autor y amigo argentino. Histoires de la nuit et de l’aube (1985) reúne traducciones al francés de algunas narraciones. El pollito de fuego (1974), Los juegos 1: Carolina y Gaspar (1979) y Los juegos 2: La casa de invierno-verano (1981) son cuentos infantiles, todos ilustrados por Juan Mareschi.
Poco después de la publicación de El baldío, Roa Bastos comenzó a escribir la que se convertiría en su obra más célebre, Yo el Supremo. Mientras trabajaba en ella recibió la beca de la Fundación Guggenheim de creación literaria (1971). El calado de la investigación documental que da sustento al texto, la cuidadosa factura, tanto a nivel estructural como sintáctico, el acopio de sustancias lo mismo míticas que metafísicas, el ejercicio de la imaginación y, en suma, la ambición formal y fabular conducida a buen puerto explican los seis años que dilató el autor en producirla. Exhausto, incluso mermado física y anímicamente, la declaró terminada en 1973. En 1974, Siglo Veintiuno Argentina Editores la publicó en Buenos Aires. En un principio, Roa Bastos sólo iba a escribir un retrato de José Gaspar Rodríguez de Francia para un volumen, Los padres de la patria, en el que Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y otros narradores se referirían, junto con él, a distintas figuras despóticas latinoamericanas. Aunque el volumen como tal nunca apareció, la idea dio pie a tres novelas fundamentales: El otoño del patriarca, El recurso del método y Yo el Supremo. El autor paraguayo describió su novela como “...una reflexión sobre la imposibilidad del poder absoluto”.[43]
Tras la publicación de su obra maestra, Roa Bastos atravesó un periodo de profundos reajustes. El 24 de marzo de 1976 se produjo en Argentina un nuevo golpe militar que derrocó al Gobierno peronista e instauró la dictadura del llamado Proceso de Reorganización Nacional. Ese mismo año, como parte de un programa de terrorismo de Estado que pasaba por la intimidación, las autoridades incluyeron Yo el supremo en un padrón de libros subversivos y, por ende, censurados. La persecución de artistas, políticos, académicos e intelectuales fue práctica extendida. Amigos escritores como Haroldo Conti y Rodolfo Walsh sufrieron detenciones.[44] Por ese entonces, gracias a los buenos oficios de Jean Andreu y Rubén Bareiro Saguier,[45] la Universidad de Toulouse en Francia lo invitó a incorporarse a su claustro de maestros. En septiembre, Roa Bastos y Amelia Nassi deciden abandonar Argentina y radicarse en Europa. El destierro alcanzaba escalas cada vez mayores. Primero fue provincial: de una población a otra cercana en el Paraguay. Luego nacional: de la tierra natal al país vecino. Finalmente, continental. Atrás quedaba la ciudad que el escritor había logrado apropiarse, sus libros (“llevo la cuenta de mi exilio por las bibliotecas perdidas: ya van tres”)[46] y, lo que es tal vez más importante, un círculo de amistades que, dada la proximidad, abarcaba a Asunción. También quedaba atrás el orbe hispanohablante, suplantado ahora por la francofonía. El escritor decía, con razón, que “...había vivido en un perpetuo exilio, un peregrinaje doloroso”.[47] En 1976, también, murió el padre de Roa Bastos a la edad de noventa y cinco.[48] Y en 1978, el escritor se separó de Amelia Nassi. Dos años después[49] desposó a la francoespañola Iris Giménez, con quien tuvo tres hijos, Francisco, Silvia y Aliria. La relación se prolongó hasta 1996, cuando él volvió a América.
En Toulouse tuvo el consuelo de enseñar no sólo literatura latinoamericana sino también la lengua guaraní: vuelta al núcleo paraguayo desde la región de Occitania. A la par de la docencia, el periodismo, la crítica literaria y la presencia en jurados, conferencias, coloquios y otros encuentros, Roa Bastos se afanó en completar lo que denominaba su trilogía sobre el monoteísmo del poder. Como señala su estudioso y biógrafo Carlos Pacheco, “este proyecto está integrado por una versión modificada y aumentada de Hijo de hombre, por la versión corregida de Yo el Supremo y por la novela El fiscal...”, en pleno proceso de elaboración “...y referida al periodo que va entre la dictadura del Dr. Francia (1840) y los comienzos del siglo xx”.[50] Muestras de aquel quehacer periférico son los libros Las culturas condenadas (México, Siglo xxi, 1978) y El dolor paraguayo (Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978), que editó y prologó. Lo es también su participación en el Colloque de Cerisy (1978), donde alternó con escritores y pensadores como Julio Cortázar, Tzvetan Todorov y Noé Jitrik, y el ii Congreso de Escritores de Lengua Española (1981).
Desde su salida en 1947, Roa Bastos había vuelto a Paraguay en distintas ocasiones. Estuvo ahí en 1970, por un breve periodo, para acompañar a su madre, “gravemente enferma”.[51] Aprovechando el permiso que le dio a regañadientes el Gobierno de Stroessner, se acercó a la prensa, a sus amistades paraguayas y a la gente. Vigilado muy de cerca, fue finalmente deportado. Algo parecido ocurrió en 1982, cuando ingresó al país para obtener la nacionalidad de Francisco y registrar a Aliria, sus hijos.[52] Como en visitas previas, realizó otras tareas. El 30 abril de ese año, Stroessner lo declara persona non grata.
es despojado de su pasaporte paraguayo y expulsado del país por la frontera argentina... Según el ministro del Interior, ‘el Gobierno expulsó... a Augusto Roa Bastos por sus ideas bolcheviques, ultramoscovitas, y por intentar adoctrinar a la juventud del país con dichas ideologías’.
En su defensa, Roa Bastos aclaró ante la prensa que se “...hallaba realizando tareas de índole específicamente cultural... Como escritor y como paraguayo suelo regresar a la patria con frecuencia no para ‘adoctrinar’ [sino] para hacerme adoctrinar por los jóvenes sobre la realidad viva...”. Sin pasaporte ni documentos de identidad, Roa Bastos perdió su ciudadanía y quedó apátrida. Casi de inmediato, España le otorgó la nacionalidad. Otro tanto hizo Francia en 1985. Asimismo, distinguió Récits de la nuit et de l’aube con el Premio de los Derechos Humanos. Al año siguiente, en Madrid, recibió el Premio Especial de la Fundación Pablo Iglesias.[53]
Lejos de amedrentarlo, la expulsión de 1980 lo llevó a intensificar su campaña intelectual en contra del régimen de Alfredo Stroessner. Tanto en prensa y medios audiovisuales como en foros internacionales, buscó exponer la realidad de su patria y concitar simpatías en torno a la causa de la libertad y la justicia social. En 1986 publicó una “Carta abierta al pueblo paraguayo” en la que pronostica “...el fin de la dictadura y el inicio de una transición a la democracia tutelada por el Ejército y la Iglesia Católica con apoyo de sectores democráticos”.[54] Un año después impulsó en Madrid, junto con Gloria Giménez Guanes,[55] las Jornadas por la Democracia en el Paraguay. Auspiciado por el Gobierno español y el psoe, este encuentro convocó a numerosos exiliados paraguayos, así como “...políticos, escritores, economistas y artistas” europeos que buscaron abrir así “un nuevo frente contra el totalitarismo...”.[56]
1989 fue para Roa Bastos un año de culminaciones. El 3 de febrero, un golpe de Estado puso fin a la dictadura de Stroessner. En su lugar, asumió la presidencia el general Andrés Rodríguez, que unos meses más tarde sería confirmado al frente del Gobierno mediante elecciones democráticas. El escritor, que desde temprana edad había repudiado el autoritarismo y emprendido una lucha libertaria, primero quizás sin un foco preciso, luego dirigida en contra de las tiranías políticas y los excesos del capitalismo, atestiguaba la conclusión misma de sus empeños: el derrocamiento de su némesis, la personificación de aquello que aborrecía. El escritor recuperó sus papeles de identidad y pudo, desde entonces, desplazarse sin impedimento entre Francia y Paraguay. Oficialmente, su condición de exiliado acababa. Ese año, asimismo, se anunció que Roa Bastos era el ganador del Premio Cervantes, el más importante de la literatura en español. Lo recibió el 23 de abril de 1990 en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, de manos del rey Juan Carlos I. El autor no dejaba de advertir la conexión entre un hecho y otro:
La concesión del Premio Cervantes, en la iniciación de esta nueva época para mi patria oprimida durante tanto tiempo, es para mí un hecho tan significativo que no puedo atribuirlo a la superstición de una mera casualidad. Pienso que es el resultado –en todo caso es el símbolo– de una conjunción de esas fuerzas imponderables, en cierto modo videntes, que operan en el contexto de una familia de naciones con la función de sobrepasar los hechos anormales y restablecer su equilibrio, en la solidaridad y en el mutuo respeto de sus similitudes y diferencias.[57]
También en 1989, la Universidad de Toulouse le otorgó el doctorado honoris causa.
Roa Bastos mantuvo una intensa actividad literaria en el último tramo de su vida. Cuatro de las seis novelas que llegó a publicar corresponden, de hecho, a la década de los noventa. Aparecida durante la conmemoración de los quinientos años del descubrimiento de América, Vigilia del Almirante (1992) configura un retrato inestable y multiforme de Cristóbal Colón, una biografía caleidoscópica en la que tienen cabida lo mismo las fuentes documentales y la historiografía que el lenguaje novelesco, lo mismo la mirada del explorador que la del nativo. El fiscal (1993), como hemos dicho, vino a completar el biombo de tres hojas en el que el autor plasmó elaboradamente su visión del poder monolítico, en este caso desde la perspectiva de un exiliado radicalizado. En Contravida (1994), libro de resonancias autobiográficas, un hombre que vuelve al pueblo natal tras escapar de la cárcel y apenas salvar la vida es vehículo para atestiguar, con dosis iguales de reverencia y turbación, el panorama social y natural paraguayo. Madama Sui (1995) recrea la vida de Lágrima González Kusugue, conocida como “Sui” (del guaraní Suinda, “la del canto penetrante”,[58] pero de ecos orientales), una joven japonesa que tras padecer el cataclismo de la bomba atómica de Nagasaki se convierte en amante de Stroessner en Paraguay: los laberintos del autoritarismo a través del oído y la mirada femeninos. Por Madama Sui ganó el Premio Nacional de Literatura de Paraguay que otorga el poder legislativo de este país. En 1996 apareció Metaforismos, un volumen de sentencias retomadas de sus obras publicadas e inéditas.
Hacia 1996, Roa Bastos se estableció definitivamente en Asunción.[59] Lo mismo en Paraguay que en el extranjero, participó en encuentros literarios, mantuvo estrecho contacto con los círculos de autores jóvenes paraguayos, a los que buscó alentar, y asistió a numerosas ceremonias en su honor o en calidad de invitado distinguido, entre ellas la que celebró los cuatro siglos de existencia de la Universidad de Alcalá de Henares[60] (2000) y las que le dedicaron los gobiernos de Cuba, donde recibió la presea José Martí de manos de Fidel Castro (2003), Argentina (2003) y Chile (2004).
Trabajaba en una nueva novela, El país detrás de la lluvia, y en un libro de aforismos, Proverbios rebeldes,[61] cuando, “tras sufrir una caída accidental en su domicilio que le ocasionó un coágulo en el cerebro”[62] debió ser intervenido. Cuatro días más tarde, el martes 26 de abril de 2005, falleció en el sanatorio Santa Clara a los 87 años de edad. Por decreto gubernamental, Paraguay guardó tres días de luto patrio. Sus restos fueron expuestos en el Centro Cultural de la República, alojado en el edificio del Cabildo. De ahí se trasladaron al Palacio de Gobierno y, finalmente, el 28 de abril, al Cementerio de La Recoleta, donde permanecen. La concurrencia del pueblo paraguayo en estas honras fúnebres fue multitudinaria. Los inmuebles consagrados al luto, las calles del cortejo y los jardines solemnes se vieron desbordados. Paraguay se despedía de su gran explorador e intérprete, del escritor que enriqueció el español con la savia de la realidad guaraní, pero también del hombre comprometido, de la pluma afilada y combatiente.
Hablar de la poética de Augusto Roa Bastos es hablar, fundamentalmente, de los modos en que el escritor empleó el español y el guaraní en sus textos: de manera exclusiva, prescindiendo de la lengua indígena; incrustando elementos del guaraní en el español, en un ejercicio más epidérmico que sustantivo; transformando el español en vehículo del idioma originario o, al menos, de sus significados. Dicho en otras palabras, el pensamiento del autor en torno al fenómeno literario equivalió en mucho a su pensamiento en torno al fenómeno del bilingüismo en Paraguay.
Aunque un porcentaje alto de los paraguayos habla solamente guaraní, casi todas las personas que hablan español hablan también guaraní. El guaraní es mucho más que una lengua oficial (como, por ejemplo, el Yuracaré en Bolivia, donde lo usan apenas unas dos mil personas). Es la lengua más extendida en términos de la población que la emplea: alrededor del noventa y cinco por ciento, según una estimación.[63] “La madre india –explica el escritor Rubén Bareiro Saguier–, encargada de la educación del hijo mestizo, le enseñó a hablar en guaraní; así la lengua de la tierra se perpetuó en forma espontánea...”. Y es la más poderosa, sin duda, en cuanto a la capacidad de comunicar el “alma nacional”, por recurrir a palabras de Roa Bastos. El novelista subraya, con suficiente razón, “...la primacía del guaraní en el mundo anímico de los paraguayos, luego y a despecho de cuatro siglos de convivencia con el idioma culto”.[64] El español, por su parte, finca su fuerza en el hecho de haber sido la lengua de los conquistadores y evangelizadores –sobre todo los jesuitas, cuyas misiones guaraníticas marcaron la historia paraguaya– y en la comunicación que permite con el resto del orbe hispanohablante.
En “Problemas de nuestra novelística”,[65] un notable artículo de 1957, Roa Bastos lamentó que el Paraguay careciera de una tradición narrativa sólida. Argumentaba que las obras de este género, además de escasas, adolecían de una desconexión incapacitante con respecto a la cultura popular paraguaya, inmensamente rica y primordial en la configuración de la compleja identidad nacional. En otras palabras, sin los elementos y la química misma de ese humus guaraní, los escritores no habían podido dar forma a una novelística auténticamente propia. Las causas de esta limitación son, por supuesto, múltiples. Bareiro Saguier cita el aislamiento del Paraguay, “isla rodeada de tierra”, en palabras de Roa Bastos, que se torna carcelario bajo el Gobierno dictatorial de José Gaspar Rodríguez de Francia; la situación de pobreza de la región, gravísima en muchos casos, y la devastadora Guerra de la Triple Alianza, contra Argentina, Brasil y Chile, entre 1864 y 1870, que diezmó la población casi hasta el exterminio. Suma a ello la falta histórica de libertades, bajo distintos regímenes autoritarios, y la injusticia social.
El guaraní, al mismo tiempo, ha perseverado y aun prosperado sobre todo por vía de la oralidad. El guaraní, literalmente, se habla. La escritura prefería cuando no demandaba el español como su instrumento. Ello hubiera constituido un problema menos grave si estas lenguas congeniaran. Pero ni gramatical ni socioculturalmente tienen afinidades. La sintaxis, los contrastes sociales y las mentalidades las apartan. Roa Bastos lo plantea con crudeza:
Sabemos... que los ámbitos idiomáticos del español y del guaraní conviven, no tanto en una corriente simpática de intercambio e interacción, como en una sostenida colisión de módulos, de formas, de ritmos, que los lleva a roerse recíprocamente en un proceso de erosión destructiva y no de integración creadora... Ésta es una hibridación bastarda o degenerada, más vale, que delata un acoplamiento con incompatibilidades muy serias.[66]
Privado de ese pozo de pensamiento y creencias –el del ámbito guaraní, profano, sonoro y popular– y sin el roce que dan las revistas, bibliotecas y tertulias importantes, el escritor emanado de la sociedad burguesa hacendada o urbana del siglo xix y las primeras décadas del xx se ceñía a la imitación provincial y desfasada de ciertos modelos europeos, a través muchas veces, por si ello fuera poco, de otros escritores del ámbito hispanoamericano, de por sí propenso a la mímesis acrítica.
Las cuatro o cinco novelas que pueden tomarse en consideración –lapida Roa Bastos– ejemplifican otras tantas frustraciones en lugar de aciertos plenamente logrados, excepción hecha últimamente, y en parte, de El follaje en los ojos [sic] de José María Rivarola Matto y La babosa de Gabriel Casaccia. Pero aun estas obras se inscriben en el gráfico de inseguridad e inmadurez que caracteriza nuestra novelística.[67]
Para escritores como Roa Bastos, que traían inoculado desde la primera infancia el germen de lo guaraní, y hondamente trastocados por la Guerra del Chaco, que pone en evidencia la segmentación grosera de la sociedad paraguaya, propicia el intercambio entre estratos sociales y despierta actitudes de protesta y solidaridad entre las clases más educadas, el lenguaje de las generaciones literarias anteriores deviene obsoleto.
Hay mucha ñoñez, mucha cosa relamida y dulzona al viejo estilo; esa floricultura de huertos familiares y antañones donde se cultivan los sentimientos en los moldes del barroco español, que es sí nuestra herencia, pero no toda nuestra herencia, sin contar que está también bastardeada y esclerosada con resabios de un patriarcalismo y de un romanticismo bastante tronados y espectrales.[68]
En opinión de Roa Bastos, si los novelistas y cuentistas nacionales querían de veras irrigar sus textos con la sangre auténtica del Paraguay, debían repudiar de una vez por todas ese lenguaje caduco. Pero adoptar el guaraní tenía sus inconvenientes. Por un lado, ofrecía una relación directa y natural con la cuestión paraguaya: no sólo un sistema de comunicación verbal sino un acervo conceptual y emocional común. Por el otro, limitaba el alcance de los textos producidos al ámbito más o menos estrecho del territorio guaraní. Tal suerte corrieron las obras de teatro de Julio Correa, a quien Roa Bastos destaca como uno de los pocos autores que habían logrado valerse de la tradición popular: obras ricas en sustancia pero de acotada audiencia. Roa Bastos no negaba su ambición ni disimulaba su renuencia al trabajo genuino pero anónimo. El uso del idioma autóctono, señaló, apareja el confinamiento localista del texto. “...no todos se sienten dispuestos a una actitud semejante. Hacen falta mucha convicción y mucho desinterés.”[69] ¿Qué alternativa encontró?
Al principio, Roa Bastos utilizó el español de manera más o menos convencional. Del lenguaje en sus dos primeras obras podemos decir muy poco. El drama La carcajada nunca se publicó. “Lucha hasta el alba” vio la luz sólo tras una revisión exhaustiva. Más que restaurar el texto original, Roa Bastos lo reelaboró. Dice Osvaldo González Real al respecto: “...como su concepción formal no concuerda con la sensibilidad barroca de sus primeros cuentos, y la utilización de mitos indígenas... [es] de data reciente, nos parece que en vez de una ‘restauración’ se podría hablar de una recreación casi total del manuscrito...”. En la versión de 1930 de “Lucha hasta el alba” aparecían sin duda la cultura guaraní y el mestizaje, pero más como temas que como sustrato verbal. No podemos referirnos tampoco a Fulgencio Miranda, su primera novela, que quedó inédita. Nuestro único asidero es su poesía inicial, la que escribió, digamos, hasta los veinticinco años, y que reunió en El ruiseñor de la aurora. Y ahí, en efecto, lo que vemos es una vehemente regresión a los modelos clásicos de la lengua española, una anacronía de tintes casi escapistas en la que no podían tener cabida ni la sintaxis ni las estructuras mentales del guaraní. Sabemos que con “Lucha hasta el alba” Roa Bastos había cometido el parricidio que se juzga preciso en la forja de un escritor. Al embalsamarse en los paños del barroco ibérico, ¿tomaba distancia el poeta de la madre biológica y de la madre tierra para asumir también, y afanosamente, esa otra raíz suya, la occidental? Sea como sea, este recogimiento en la academia del idioma lo doctoró. Dominar el instrumento para, sólo entonces, producir con él nuevas sonoridades.
Las primeras tentativas hibridantes de Roa Bastos vinieron, en narrativa, con El trueno entre las hojas, su primer libro de cuentos. Que la palabra le pudiera deparar lances experimentales se lo demostraron las lecturas cada vez más ávidas de los epígonos norteamericanos de Joyce y Woolf –a los que ya se rendían otros prosistas latinoamericanos– así como las vanguardias poéticas en nuestra lengua, que los escritores del círculo Vy’a raity empezaban a ensayar en el matraz paraguayo. Los astros se conjugaban: Roa Bastos encontraba el vehículo expresivo que requería la mise-en-scène de la condición in-humana que lo marcó de niño en los campos iturbeños, de la explotación bélica en el Chaco, de la esclavitud agraria en la frontera con Brasil, de su propia pobreza. El autor, sin embargo, no quedó complacido con la acometida, no al menos en cuanto a la síntesis sociolingüística que nos ocupa. En respuesta a Hugo Rodríguez-Alcalá, para entonces ya asentado como académico en una universidad de los Estados Unidos, escribió:
En El trueno entre las hojas he tentado una fórmula aproximativa por vías de las transcripción casi fonográfica o literal del habla mestiza (nuestro típico ñe’ẽ serrucho), que no me satisface en absoluto. Encuentro muy justa la desaprobación de mi crítico que la califica de jerigonza o pasticha. ...Sus acotaciones sobre este punto me hacen sospechar que esta falencia del diálogo, definida como una “falsificación antiestética del lenguaje del pueblo”, se relaciona con una deficiencia estructural en la ejecución estilística de mis cuentos; quiero decir que no sólo el diálogo es defectuoso sino, en un sentido más amplio, la técnica misma que empleo.[70]
Hijo de hombre, libro con el que se estrena (aunque relativamente, dada la naturaleza modular del texto) en el género novelístico, supone un salto cuántico hacia esa gramática integradora. Han pasado ocho años desde El trueno entre las hojas y la estrategia autoral es a las claras otra. Roa Bastos no reincide en esa transliteración del lenguaje amalgamado o yopará que se emplea coloquialmente en las casas y las plazas del Paraguay, ni comete, mucho menos, “la tontería de pretender trasladar a sus textos las características formales y técnicas del guaraní (prosodia, semántica, sintaxis, léxico)...”.[71] Procura, al contrario, infundir en el español el resuello del guaraní, la respiración misma de la lengua nativa, su aliento tibio, oscuro, profético, arcano. Acometió esa asignatura pendiente, esa deuda no sólo de las letras sino también de la nación: apropiarse del español, poner el idioma europeo al servicio de la tradición popular, del tejido guaraní. A la “potencia espiritual”, aparejar una potencia comunicativa.[72] Como bien dice Bareiro Saguier:
Roa Bastos recurre... al venero de la lengua aborigen; no al guaraní mismo –escribe en español–, sino a su frescura, a la fuerza de su expresión metafórica, como forma de reacción contra el idioma impuesto por el conquistador. La quiebra del casticismo mediante la presencia interna de las estructuras guaraníes resulta un elemento altamente enriquecedor en la prosa de Roa.[73]
Desde el punto de vista filológico, Yo el Supremo no será sino la culminación de estas avanzadas. Durante su residencia en Argentina, Roa Bastos aprovechó el entorno bonaerense para situar sus historias y se ocupó del problema del exilio. El baldío (1966), Los pies sobre el agua (1967), Madera quemada (1967) y Moriencia (1969) son títulos que permiten seguir el arco emocional del desarraigo forzado:
de la fase del destierro rebelde, que describe la lucha por volver a la patria, la resistencia –activa, en la constante más firme de su narrativa–, a la fase pasiva, en la que los personajes van perdiendo su rebeldía, integrándose a la gran urbe [argentina], vencidos por la fatalidad corrosiva del ostracismo.[74]
Tanto temática como estilísticamente, esta dimensión del autor es sin duda la de un “paraguayo porteño”. Ocurre, por decirlo así, una superposición de identidades. Pero paralelamente, de forma a veces eficaz, a veces latente, el interés por la patria lo sigue gobernando. Así, a El trueno entre las hojas (1953) e Hijo de hombre (1960) se añaden, por ejemplo, los relatos iniciales de Moriencia, de hondo hierro guaraní. Esta vocación nativa alcanzará su mayor temperatura en la narrativa de Yo el Supremo (1974), que apareció cuando el autor ya llevaba casi tres décadas en Argentina.
En palabras de Milagros Ezquerro, una estudiosa importante de la obra del paraguayo y en particular de esta novela, el reto era escribir un castellano en el cual se escuchara el guaraní. No bastaba con “...introducir voces, expresiones... que no modificarían sustancialmente la lengua utilizada”. Se trataba de “...escribir un castellano ‘habitado’ por el guaraní... informado por él. ...Para conseguirlo Roa Bastos ha inoculado... la esencia lingüística del [idioma indígena] dentro del castellano...”. El cuerpo del español poseído por el espíritu guaraní, tal fue el artificio del novelista.
Roa Bastos escribió el libro que tanta falta le hacía a las letras de su tierra. Sabía bien que la novelística paraguaya se había retrasado con respecto a la del resto del orbe hispanoamericano; que había que ponerla al día pero, “¿cómo saltar, para lograrlo, por encima de un ancho baldío donde ni siquiera existen materiales de demolición? ¿Cómo descubrir o improvisar –si esto pudiera hacerse– una tradición inexistente o que está falseada?”. Y admitía que un genio repentino, un “meteoro”, daría por tierra con tales conjeturas, “...resolvería o anularía todos los problemas sin más ni más, como siempre ha sucedido”.[75] Él fue ese meteoro.
Encorvada sobre casi dos siglos de tradición oral en torno a la figura histórica y mítica de José Gaspar Rodríguez de Francia, colocada como un pozo sobre los yacimientos de la cultura guaraní, amasada en el español más poroso y más versátil, aquel que podía alojar la levadura indígena y fermentar conforme a sus influjos, erudita y al mismo tiempo coloquial, histórica y literaria, fabulosa y verdadera, escritura y oralidad, símbolo que se despliega sólo para enroscarse, Yo el Supremo conformó para el Paraguay esa tradición novelística, vertió las sustancias de lo occidental y lo guaraní en un solo recipiente, un vaso comunicante que consiguió nivelarlas, irrigó la narrativa paraguaya con la sangre guaraní, y la narrativa en castellano con la sangre paraguaya.
Esta visión literaria, la de una escritura que encarnara “la realidad de su medio, la voluntad vital de su colectividad y el sentido de su tradición”,[76] provenía de una ética específica. Lejos estaba Roa Bastos de comulgar con los postulados estetizantes que defendían la validez del arte por el arte; ni siquiera de consentir que las preocupaciones de índole social y cultural (en el sentido antropológico del término) debían supeditarse al interés artístico. No concebía el arte, pues, como una esfera ajena al entorno del escritor, a los problemas vitales de los grupos humanos que dan seno a la producción del autor. Un ámbito de opresión, violencia y resistencia secular como el de los países de América Latina demandaba un ejercicio de la literatura comprometido. Más aún en el herido Paraguay, en el seno de un pueblo condenado al servicio de una clase acomodada, cruel y paternalista que lo explotaba insensiblemente y al mismo tiempo pretendía aislar las letras de esa realidad oprobiosa en la que se hundían cientos de miles de mujeres y hombres, en su mayoría guaraníes. Roa Bastos fue implacable:
A mí me avergonzaría escribir con exclusividad para minorías cultas, y si estuviese forzado a hacerlo, emplearía, lo confieso, todos los recursos de mi voluntad para irritarlas y sacarlas de quicio, como a mí me irritan y me sacan de quicio su muelle aristocratismo, su desprecio, disfrazado de compasiva magnanimidad, por los desheredados, los explotados y los humildes, los que, a su criterio, no deberían tener voz ni conciencia de sus males, en su condición natural e irredimible de sumergidos...[77]
No es que la narrativa –como si se tratara de una entidad aparte– tuviera que enchufarse al sustrato popular y servir de medio para la exposición de toda una faceta de la realidad hasta entonces negada. Es que la narrativa verdadera sólo podía emanar de ese sustrato social y ambiental. Practicar una escritura engagée tal como la entendía Roa Bastos significaba a la vez darle carta de identidad a la literatura paraguaya.
En El trueno entre las hojas la voluntad de trastocar la sociedad, de sacudir el statu quo para que emergiera de entre sus grietas un orden diferente y más justo, es más bien temática. Es verdad que rescata, como ya hemos mencionado, el habla mestiza y coloquial. Pero su capacidad revolucionaria está en el tratamiento crudo, sin disimulo ni anestésico alguno, del tema de la violencia –como bien apunta Bareiro Saguier– mediante un expresionismo potente de “...hondas incisiones, fuertes trazos y chocantes oposiciones sobre y con respecto a una realidad cuyos matices fluctúan entre el blanco de la inocencia y el rojo sangriento...”.[78] Un lenguaje, cabe acotar, cuya fuerza descriptiva, metafórica y fabuladora lo inmunizaba contra las dolencias panfletarias. Pero conforme Roa Bastos avanza en su exploración literaria y ecualiza, por decirlo así, su poética, pierde cierto peso la protesta de apariencia temática, sin desaparecer nunca, y se intensifica un programa más sutil pero, si cabe, mucho más ambicioso, el de trasplantar al pecho del español, como ya hemos dicho, el “hígado-corazón”[79] del guaraní y traer al frente el reverso hasta entonces oculto de ser social paraguayo.
Además de orientar sus búsquedas temáticas y gramaticales, la ética de Roa Bastos le permitió reconocer la dimensión colectiva de la creación literaria y, en actos de congruencia y humildad notables, llevar esta comprensión hasta sus últimas consecuencias poéticas. Como ya lo habían dilucidado Eliot y otros críticos antes que él, gracias tal vez a la psicología de Jung, Roa Bastos suscribía la tesis de la existencia de un inconsciente colectivo, un acervo y una fuerza comunes y de profundas raíces en el tiempo que guía el comportamiento social y la acción individual. Escribir, en este caso, no es dar salida al genio subjetivo sino permitir que la sabiduría de una comunidad se manifieste a través de la persona. El escritor es menos un creador, en el sentido occidental y jerárquico de la palabra, que un heraldo, un sujeto al servicio del interés colectivo que desempeña una función social específica. También aquí, Roa Bastos evolucionó. Desde los cuentos de El trueno entre las hojas y los poemas de El naranjal ardiente, en los que todavía alienta una ambición autoral, hasta ese arreglo coral, esa concatenación y confusión de voces que es Yo el Supremo y a cuya autoría renuncia Roa Bastos al definirse en las páginas finales como compilador. Que quede claro que no se trata (o no solamente) de un artificio a la Borges. En su novela principal, el paraguayo vierte y entremezcla los discursos de numerosas figuras, muchas de ellas históricas, y, lo que es más importante, emplea la materia viva de las leyendas guaraníes en las que se ha preservado, no sin producir un pigmento mítico, la efigie cambiante de José Gaspar Rodríguez de Francia. Es así como el escritor compone una imagen se diría que grotesca, por provenir de múltiples orígenes discordantes, del dictador, del gobernante perpetuo y el personaje que elabora discursos en el afán malogrado de acaudillar incluso a la palabra.
Así, la utilización de textos ajenos, el juego complejísimo de la intertextualidad se integra a una concepción global de la labor artística de preciso cariz ideológico. El artista, el escritor, no es un ser aparte, sagrado, dedicado a una tarea mágica o divina, sino un artesano que elabora materias, preciosas, desde luego, pero que no son más suyas que ajenas, porque son de todos.[80]
Renunciando a la autoría, convirtiendo la escritura en una labor paciente de ensamblaje, por momentos minuciosa, casi molecular, Roa Bastos postuló el discurso literario no como cosa original sino como la síntesis de profusos plagios y apropiaciones legítimos: la sombra de una tradición o, en casos excepcionales, su verdadera cifra.
La obra de Augusto Roa Bastos nunca pasó desapercibida. Aun la representación de La carcajada, inquietud preadolescente, fue objeto de una modesta gira, gracias a la acogida que tuvo entre la audiencia de la región de Iturbe. El cuento “Lucha hasta el alba” ha sido celebrado como una importante anticipación del corpus narrativo del escritor, aunque no hay que olvidar que la versión definitiva supuso una reelaboración cabal de la original, que Roa Bastos hizo cuando tenía unos trece años.[81] Si los poemas que escribió durante la juventud evadieron la realidad dolorosa que luego se pondría al centro de su obra, también llamaron la atención por la capacidad del autor de asimilar a los líricos clásicos y de dialogar con ellos. El director de El Diario, un hombre sensible y culto, a decir de Rodríguez-Alcalá, lo consideró un prodigio y le dio espacio en las páginas del periódico asunceño.[82] Estos poemas recibieron el aval de al menos un sector de la crítica paraguaya al obtener la década siguiente el Premio del Ateneo, que los publicó bajo el título de El ruiseñor de la aurora, y el Premio Nacional de Poesía. En una breve nota dedicada a este libro el mismo año de su aparición (1942), El País habló de un “debut prometedor”.[83] Sin embargo, especialistas del calado de David William Foster han considerado que esa producción juvenil carece de méritos.[84] El mismo Roa Bastos la repudió en su momento. Influenciada tal vez por el juicio del autor, y sin forma de leerlo, pues no estaba a la mano, la crítica prácticamente se olvidó de El ruiseñor y la aurora y los poemas de su clase. Hubo que esperar hasta 1995 para ver algunos de ellos recogidos en Poesías reunidas, libro que parece estar agotado. El editor del volumen, Miguel Ángel Fernández, los presenta como precedentes significativos de una etapa de mayor aliento.[85] Poesías, de la editorial argentina Colihue, también ofrece una selección. Paco Tovar matiza bien el sentir en torno a los poemas anteriores a la etapa adulta en estas líneas, que citan a su vez a Fernández:
Versos de iniciación, carecían de “una homogeneidad estética que la práctica del autor no había terminado de definir […]. Pero es claro que su calidad, su competencia lingüística y literaria evidencian una vocación profunda”. Es Roa un paraguayo que todavía escribe hilvanando sentimientos en clave romántica y deambula por las estancias del modernismo reciente.[86]
El naranjal ardiente, que reúne poemas inéditos de los años 1947 a 1949, es decir del inicio del exilio argentino, tampoco tuvo éxito editorial en su momento. La primera edición, de 1960, fue apenas un cuadernillo con algunos de los textos. La siguiente, ya completa, tuvo que esperar veintitrés años más. La condición en general periférica de la poesía, aunada al creciente interés en la veta narrativa del escritor, relegaron este título también. Roa Bastos no ayudó. En la “Advertencia” de la edición de 1983, bajo el sello de Alcándara, aseguró: “...en mi actividad de escritor no existió nunca un auténtico trabajo poético digno de tal nombre”.[87] Pero los poemas de esta etapa más adelantada, que dejan atrás el pasatismo barroco y la influencia modernista para beneficiarse de las vanguardias y aun trascenderlas, colocaron a Roa Bastos al frente de la poesía paraguaya del medio siglo. Una de las primeras voces extranjeras que ven esta posición adelantada del poeta es el crítico brasileño Walter Wey, que ya en 1951 lo declaraba “...la figura más destacada y representativa...” de su generación.[88] En un texto de 1967, Josefina Plá ratifica esto al decir que, junto con otros pocos escritores, Roa Bastos había conducido “...la poesía paraguaya a un punto del cual era ya imposible el regreso”.[89] Con el tiempo, la crítica también identifica en las piezas de El naranjal la pluralidad semántica que el autor llevará después a su trabajo en prosa y, en particular, a Yo el Supremo. Los versos de Roa Bastos, dice Bareiro Saguier, “...tienen la misma riqueza polisémica que luego vuelca en su narrativa”.[90] El consenso, en síntesis, es que Roa Bastos tuvo un papel fundamental en la puesta al día poética del Paraguay posterior a la Guerra del Chaco. El naranjal muestra “...nítidamente la cristalización de un sistema expresivo definido dentro de las coordenadas estéticas de la época. Ese sistema expresivo influirá fuertemente en varios poetas, algunos prácticamente coetáneos, y otros de generaciones posteriores”.[91]
Sin estar arrinconados, como sí lo ha estado su poesía, los cuentos de Roa Bastos no han tenido ni de lejos la misma atención que sus novelas emblemáticas.[92] A El trueno entre las hojas (1953), primer libro de relatos del escritor, se le ha criticado su índole instrumental, su carga ideológica (que no partidista), no por sí misma sino por su obviedad, que algunos han llegado a tachar de panfletaria. Se le ha reconocido, asimismo, su importancia seminal, el acopio de la materia prima temática y lingüística que, previa refinación, usará en Hijo de hombre y Yo el Supremo.[93] La primera reacción a El trueno entre las hojas se debió probablemente a Hugo Rodríguez-Alcalá y data de 1955. El crítico reclama que Roa Bastos propusiera, más que “una visión estética de la tierra”, una airada protesta. Esgrimiendo razones hoy por completo caducas, lamenta la vulgaridad del lenguaje dialogal, que a su entender no tiene cabida en la literatura. Cabe decir que Roa Bastos respondió a estos reparos amplia y elocuentemente en “Problemas de nuestra novelística”. Ese mismo año, el chileno Daniel Belmar reseña favorablemente los cuentos. Niega que Roa Bastos promocione conceptos. Muestra hechos “que a veces se alzan de lo meramente objetivo para fundirse en símbolos, acaso sin que él mismo se lo haya deliberadamente propuesto”. Como señala Christian Troncoso, “los elementos de estilo que a Rodríguez-Alcalá le parecen errores terribles en las descripciones, que alejan los cuentos del arte verdadero, son, para Belmar, en realidad aciertos del lenguaje que mantienen la tensión narrativa”.[94] Aunque con mayor mesura, Sara J. Bukhart se alinea con Rodríguez-Alcalá. La función denunciante o, cuando menos, la condena que se sigue del modo naturalista de los textos, destaca en los trabajos de estudiosos como Lehnerdt, Bossong y Kushingan. En este contexto, la posición que toma Rubén Bareiro Saguier en 1976 es refrescante. “La mayoría de los estudios –explica Troncoso– ...investigaban la relación que los textos de Roa Bastos tenían con la realidad económica, social y cultural del Paraguay de la época... el valor de los estudios de Bareiro Saguier está en la búsqueda de elementos intrínsecos que indagan en la poética roabastiana.” Rosalba Campra retoma y diversifica esta visión. De los numerosos textos que conforman el volumen que Cuadernos Hispanoamericanos dedicó a Roa Bastos en 1991, sólo uno se concentra por completo en el Trueno entre las hojas, el de Luna Sellés. Cabe mencionar también los artículos de Josefina Ludmer, Luis Martul Tobio y Sybille M. Fischer. Pero la presencia del pensamiento mítico en El trueno entre las hojas ya la había señalado Foster en el estudio que dedicó al paraguayo en 1978. Su balance: Roa Bastos advertía “...el potencial creativo de combinar esta concepción mítica del acontecer humano con posiciones socialmente comprometidas”, aunque el lastre costumbrista de la literatura latinoamericana le impidiera aprovecharlo plenamente en ese libro.[95]
La aclamación general de Augusto Roa Bastos como narrador vino con Hijo de hombre (1960). Gracias en parte a los premios que obtuvo (Losada, Municipal de Buenos Aires, Fundación Faulkner y Faja de Honor de la sade) y a la influencia de dicha editorial, la publicación del libro fue seguida de numerosas reseñas y estudios críticos, no sólo en Argentina, sede del sello y residencia del autor, sino también en países como México, Perú, Uruguay y los Estados Unidos. Cabe mencionar, entre otras, las notas de María Esther de Miguel en Señales,[96] Hellen Ferro en Clarín, Carlos Mazzanti en Noticias Gráficas, Mauricio de la Selva en Excélsior, Rosaura G. M. de Trenco en Acción y Tomás Eloy Martínez en La Nación, todas de 1960 o 1961.[97] Y, en lo académico, los ensayos de Jorge Campos en Ínsula, David William Foster en Books Abroad, Joseph Sommers y Oswaldo Arana en Journal of Inter-American Studies y Fernando Alegría en el volumen Novelistas contemporáneos hispanoamericanos, todos anteriores a 1966. En un artículo de 1963 aparecido en Cuadernos Americanos, Hugo Rodríguez-Alcalá dimensiona el impacto: Hijo de hombre “...confirió a su autor súbitamente un rango literario de primera fila en [Argentina], a tal punto que su obra entró a competir en las preferencias del público, en las diversas provincias, con los más prestigiosos novelistas del Río de la Plata y del mundo”.[98] La crítica inicial destaca el componente histórico del libro. “Narración y situación, ideología y procedimientos formales, todos apuntan a [la] investigación del ser paraguayo...”[99] Sin embargo, desde temprano se advierten otros aspectos torales. Rodríguez Alcalá dice que, en efecto, Roa Bastos se propuso revisar la historia entera del Paraguay independiente, pero “...con procedimientos muy diferentes a los del cronista y del historiador. Dicho de otro modo, Roa ha querido escribir la intrahistoria de su patria...”, la tradición viva, y para ello ha explorado el sustrato mítico.[100] Con los años, se confirmó el salto cualitativo que Hijo de hombre significó en la narrativa del paraguayo. Mario Benedetti dijo que “Roa Bastos construye su relato con una hondura, una inventiva y un poder de comunicación muy superiores a los que mostraba aquel irregular intento de siete años atrás”.[101] Seymour Menton va más lejos cuando afirma que la publicación de esta obra “...representa un verdadero hito en la evolución de la novela hispanoamericana”.[102] Investigadores como Helene C. Weldt-Basson, Humberto E. Robles, Andrea Ostrov, Alain Sicard, Milagros Ezquerro, Martin Lienhard y Julio Ortega siguieron estudiando y comentando Hijo de hombre en diversas revistas especializadas. Algunos de los temas recurrentes son la poética de las variaciones que el mismo Roa Bastos planteó, la intrahistoria, los símbolos, la traición y la redención, la traslación del guaraní al español y la pulsión histórica. En los últimos veinte años, el interés en esta novela ha disminuido. Hijo de hombre está traducida al alemán (1962), el inglés (1965), el italiano (1976), el francés (1982) y el danés (1988), entre otras lenguas.
Al menos tres condiciones aseguraron la entusiasta recepción que tuvo Yo el Supremo el año de su aparición (1974). Se trataba de la primera novela que el autor de Hijo de hombre, ya afincado en el canon hispánico, publicaba en catorce años; llegaba un libro ansiado. Aparecía, además, bajo el amparo de un movimiento consolidado y mundialmente famoso (aunque, en opinión de muchos, incluido el propio autor, no perteneciera a él): el boom latinoamericano. Y, lo que es más importante, su altísima calidad literaria era innegable. La primera edición se agotó a las ocho semanas en Buenos Aires.[103] Pero la crítica periodística y académica no fue menos calurosa. En el curso de apenas unos meses, importantes escritores ya se habían pronunciado sobre el valor del libro. Tomás Eloy Martínez[104] lo describió como un fresco prodigioso de lenguaje delirante y absolutista, “...un texto a la vez real e imaginario que Roa Bastos presenta no como autor, sino como compilador, en una innovación significativa del concepto y del papel tradicional del autor en el campo de nuestra literatura narrativa latinoamericana”. Luis Gregorich lo tuvo por uno de los textos “...verdaderamente memorables de la nueva narrativa americana...”. Juan-Jacobo Bajarlía la llamó obra maestra y reconoció su mayor virtud en “...la voz colectiva de los pueblos marginados que se hace única por los méritos de la creación”. María Esther de Miguel no escatimó: “...a partir de este texto –aseguró– [Roa Bastos] se incorpora a los mejores creadores del siglo”. La Opinión, periódico bonaerense, se refirió a una nueva forma de hiperrealismo y clasificó el texto como uno de los fundamentales de la literatura latinoamericana. Enrique Raab habló de una obra cumbre, “...esculpida con las más refinadas técnicas del oficio...” y de eminente originalidad. Para Ramiro Domínguez, Yo el Supremo representaba “...la cifra más cabal y consumada del itinerario poético de su autor, y acaso uno de los hitos señeros en la nueva narrativa de occidente”. Josefina Plá descubrió un libro
que reúne todas las condiciones para convertirse en un clásico; es decir, un libro que ofrezca material amplio de estudio y análisis al historiador, al psicólogo, al crítico literario, al filólogo y al lingüista. Y para finalizar, una revelación de la madurez de un talento, y un peldaño más en la escala de Jacob de nuestra narrativa.[105]
El trabajo crítico en torno a Yo el Supremo no ha cesado desde entonces (basta remitirse a la bibliografía de los especialistas ya mencionados: Milagros Ezquerro, David Foster Wallace, Carla Fernandes, Daniel Balderston, Alain Sicard, Antonio A. Pecci, Rubén Bareiro Saguier y Paco Tovar, por citar sólo algunos). Más aún, se intensificó y terminó de internacionalizarse en 1986, cuando apareció en Estados Unidos, con más de una década de retraso, la traducción al inglés, debida a Helen Lane. Bernard Levin, crítico británico, contó que lo había leído con un júbilo parecido al de “...escalar el Everest dos veces el mismo fin de semana”.[106] En The New York Times, Michiko Kakutani señaló que, si bien la novela puede parecer ardua y retórica, es al mismo tiempo una “...reflexión prodigiosa no sólo sobre la historia y el poder, sino sobre la naturaleza del lenguaje mismo”.[107] Ahí mismo se pronunció Carlos Fuentes: es “un libro brillante, de rica textura, un extraordinario retrato, no solamente del Supremo, sino de toda una sociedad colonial a punto de aprender a nadar o de cómo ahogarse en el mar de la independencia nacional”.
Las comparaciones con El recurso del método, de Alejo Carpentier, y El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez han sido recurrentes. Sin embargo, como señala Fernando Moreno, la de Roa Bastos se ha afirmado probablemente “como la más compleja y como la más lograda novela de la dictadura en Latinoamérica”.[108]
Para dar cuenta somera de la recepción crítica de las novelas siguientes –Vigilia del almirante (1992), El fiscal (1993), Contravida (1994) y Madama Sui (1996)– valgan, más que los premios que obtuvieron y las ventas, los juicios nostálgicos de Tomás Eloy Martínez. “El Supremo –señaló– era una obra irrepetible e inalcanzable, y todo lo que Roa publicó después parecía la sombra pálida de aquel portento.” En Vigilia del Almirante el autor paraguayo “...se cubría las espaldas repitiendo algunos de los trucos retóricos del Supremo”. En El Fiscal reculaba a las densidades naturalistas de su primera novela. Roa Bastos le respondió que esperara a Madama Sui: se retractaría, sin duda. No ocurrió así. “Tuve que esperar hasta el año 2002, cuando me hizo llegar desde Asunción un relato extraordinario, ‘Frente al frente argentino’... Es otra de sus obras maestras.”[109]
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Enlaces Externos
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